UNA PODA AL AÑO...
“Pero una mañana, los artistas en el podar
llegaron con sus tijeras especiales
y desde la tribuna de una sencilla escalera
comenzaron a cortar lo que sobraba, a deshacer lo superfluo, a rajar y a serrar lo que en otros tiempos había sido objeto de grandeza y esplendor”.
Los árboles de las calles de la ciudad están ya todos podados. Parecen a simple vista palos inservibles plantados en la tierra, rodeados de cemento. Permanecen, como sordos troncos de madera, esperando la llegada del camión transportador. Ahora, eso sí, se hallan de pie, con aire de victoria y gesto de grandeza: con gallardía y dignidad.[1]
llegaron con sus tijeras especiales
y desde la tribuna de una sencilla escalera
comenzaron a cortar lo que sobraba, a deshacer lo superfluo, a rajar y a serrar lo que en otros tiempos había sido objeto de grandeza y esplendor”.
Los árboles de las calles de la ciudad están ya todos podados. Parecen a simple vista palos inservibles plantados en la tierra, rodeados de cemento. Permanecen, como sordos troncos de madera, esperando la llegada del camión transportador. Ahora, eso sí, se hallan de pie, con aire de victoria y gesto de grandeza: con gallardía y dignidad.[1]
Hace sólo unos meses, la realidad era muy otra: largas ramas nacidas de sus cuerpos se extendían como grandes brazos deseosos de abarcar al mundo y las cosas; verdes hojas, teñidas más tarde de rico oro, aplaudían la vida y los ajetreos de los habituales caminantes. De vez en cuando, una de esas hojas caía hacia el suelo suavemente; después lo realizaban algunas más, finalmente, todas las restantes se entregaban, rendidas, satisfechas a la comodidad de la tierra. Quedaban las ramas, secas, peladas, abiertas al aire, al agua, al rocío, a la niebla y a la nieve, al desafío del hielo y del granizo.
Pero una mañana, fresca y «tiritona», los artistas en el podar llegaron con sus tijeras especiales y desde la tribuna de una sencilla escalera, comenzaron a cortar lo que sobraba, a deshacer lo superfluo, a rajar y a serrar lo que en otros tiempos había sido objeto de grandeza y esplendor.
Y así quedaron los árboles de la ciudad: romos, chatos, achaflanados, dando la sensación de incapacidad, de ineptitud, de esterilidad, de fracaso.
Sin embargo, los expertos en la materia consideran que la acción de la poda es necesaria. La experiencia, la vida, les ha enseñado que gracias a este sacrificio, a este desprendimiento de algo propio, el próximo año, de esos troncos rocosos saldrán nuevos brotes, nuevas ramas, nuevas hojas y en algunos, nuevos frutos.
Ayer tarde, paseando por cierta calle de Pamplona, a la vista de los árboles recién podados, pensé en nuestras vidas, en nuestras acciones, en esas, que en efecto crecen útiles algún tiempo, pero que, poco a poco, se van convirtiendo en realidades inútiles, resecas, desabridas, ásperas.
Pensé que no estaría de más, que cada uno de nosotros, realizáramos una profunda poda interior: cortar -por lo menos una vez al año- esos brotes de ira que crecen en cada uno de los mortales y que tan profundas raíces tienen en la naturaleza racional del hombre; esas ramas de envidia que se extienden peligrosamente y vienen a machacar el amor fraternal tan necesario; esos vástagos de lujuria que adormecen la alegría y nos llevan por el camino de los placeres de la carne; esos brotes de orgullo que amenazan con la muerte de cada uno, arrastrados por el amor desordenado de nuestra propia superioridad; esos gajos de gula que abotargan el cuerpo y el espíritu, inclinándonos de una manera excesiva a la comida y a la bebida; esos tallos de pereza que secan la sabia y el amor, excitándonos a descuidar nuestros deberes de trabajo; esos retoños de codicia que ahogan la respiración del aire, deseando con pasión, y casi exclusividad, las cosas materiales de este mundo.
Una poda al año no hace daño; antes al contrario, es de una eficacia tan extraordinaria que ningún buen administrador deja de efectuarla.
Si somos consecuentes y responsables, realizaremos esta poda de la que venimos hablando, no sólo en el plano material: de árboles de la ciudad, viñas de los campos o frutales de las huertas, sino también, en el orden espiritual: de nuestras acciones malas, aunque hubieran sido muchas veces repetidas; de nuestras costumbres por más que creamos que aquello ya no tiene remedio; de nuestros hábitos -vicios se llaman cuando se trata de algo prohibido- por muy arraigados que puedan hallarse.
No tengamos miedo al sufrimiento. El árbol con el que tropiezan nuestros ojos, cada día, es un ejemplo. Parece un tronco inservible, pero dará de nuevo hojas y sombra y alegría, precisamente, porque se ha dejado podar, transformar, querer.
No lo dejemos para el año que viene. Mañana será tarde. Es, ahora, el tiempo oportuno: para cortar y sajar, para cambiar y transformarnos, para soñar en los frutos.
La cosa es bien sencilla: Una podadera, una escalera -a veces, no hace falta- ganas y deseo de hacerlo. Si la «cosa» a cortar está muy dura, para eso tenemos la cizalla: instrumento a modo de tijeras grandes para cortar metal.
Los árboles de la ciudad ya están todos podados.
DN 31 de enero de 1982
[1] F. Caudet Yarza, Ediciones y Distribución Mateos, Madrid 1998, p. 270. “Una vez al año, ni a los viejos hace daño”; “una vez al mes, es tratarse a lo marqués”; “una vez a la semana es cosa sana”; “dos veces a la semana ni mata ni sana”; y “una vez cada día, es una porquería”.
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