PRÓLOGO
Cada mañana, durante un año litúrgico, es decir, de Adviento a Adviento, acudí animoso y resuelto al pozo de la Palabra de Dios, con el propósito de llenar mi alma —viejo cántaro de barro—, del agua que, al decir de Jesús a la mujer Samaritana, “salta hasta la vida eterna”.
Puesto en la presencia de Dios, leía despacio el texto evangélico correspondiente a la Misa del día. A continuación, empujado por la fuerza del Espíritu, iniciaba un diálogo sencillo y abierto con el Señor. Consistía este diálogo, unas veces, en repetir, sin ruido de palabras, las mismas ideas contenidas en la lectura del texto evangélico que acababa de realizar. Otras veces, radicaba en formular sencillas preguntas al Señor a la espera de una solución concreta. En ocasiones, gravitaba simplemente en mostrar mi asombro ante las respuestas que ofrecían algunos personajes que aparecían en el texto. En realidad, mi diálogo personal con el Señor no era otra cosa que un eco de la Palabra de Dios leída y que de distintas maneras golpeaba en mi alma.
Y mientras a solas, trataba de todas estas cosas con el Señor, iba escribiendo a bolígrafo, con letra de trazos regulares, en hojas sueltas que disponía extendidas sobre mi mesa, blancas en su cara principal y usadas en su envés, papel de deshecho, lo que el Espíritu me sugería y que podrás leer más adelante.
El lugar de esta escucha, diálogo y escritura, fue siempre mi habitación personal. Mi habitación está presidida por un cuadro de la Virgen María y el Niño. En el cuadro aparece la Virgen sentada sobre un poyo o sencillo estrado. Sobre las rodillas de la Virgen está el Niño Jesús, de pie. La Madre sostiene ligeramente con la mano derecha el cuerpo del Niño y con la izquierda recoge sus pies descalzos. Por su parte, Jesús acaricia con su mano derecha, suavemente, el rostro de su Madre; la izquierda la tiene oculta detrás del cuello de María que con mirada dulce agradece la protección recibida. El vestido que lleva la Virgen es de color rojo y sobre él porta un manto marrón. El Niño viste una sencilla veste color ocre que llega hasta las rodillas. El fondo del cuadro es de color teja; tiene dos sencillos adornos en la parte alta y va recuadrado en negro. Sus exteriores son dorados. La firma del autor, Casajurio, está colocada en la parte derecha, abajo.
Así, día a día, cántaro a cántaro, bajo la mirada bondadosa de María y el natural asombro del Niño, he ido dialogando con el Señor sobre temas fundamentales que los textos evangélicos me ofrecían: la existencia eterna del Verbo de Dios; la figura del Mesías prometido y esperado durante siglos; el Hijo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen María; el Niño Jesús nacido en Belén: adorado por María, su Madre; por su padre adoptivo, José; por los sencillos pastores de Judea; por los sabios llegados de Oriente; las incomodidades vividas por la Sagrada Familia: en su huida a Egipto, en su asentamiento en Nazaret; la vida oculta de Jesús: fiel cumplidor de la Ley; enseñando en el Templo a los doctores; obediente y sumiso a sus padres; trabajador escondido en el taller de José; bautizado por Juan en el Jordán, tentado en el desierto por el diablo, ....
En otras ocasiones, el diálogo discurría sobre aspectos concretos de la vida del Señor: predicador por ciudades y aldeas de Palestina; israelita observante que acude a la Sinagoga a escuchar las Escrituras; cumplidor de la Ley que llega al Templo a rezar; buen amigo que visita a sus amigos; maestro que habla con autoridad a las multitudes que le siguen; consejero que se defiende de quienes tratan de cogerle en alguna contradicción; pedagogo que adoctrina con paciencia a sus discípulos y conversa a solas con ellos; guía y pastor que se dirige a los hijos de Israel y no se olvida de los que viven en países extranjeros.
Otros días, en la conversación mansa y apacible con el Señor, me fijaba en facetas destacadas de la figura del Señor que aparecían en los textos escogidos de la Palabra de Dios. He aquí algunas: Cristo predicador incansable; hombre entregado a la oración; buen samaritano que acoge a los relegados en el camino; médico atento, pronto a curar y a perdonar a los paralíticos colocados a sus pies; taumaturgo dispuesto a expulsar demonios de las personas atormentadas por malos espíritus; servidor compasivo con los enfermos de cualquier dolencia, con los necesitados de cualquier ayuda; cirineo presto a ayudar a los golpeados por el dolor, por la angustia, por el pecado.
Textos de especial interés en el diálogo fueron los que hacían referencia directa a aspectos del Señor, Camino, Verdad y Vida: Cristo el hombre que pasó por la tierra haciendo el bien; que urgió a todos sus oyentes a la penitencia; que instó a todos a tomar su cruz y seguirle; que llamó a sus discípulos a ser sus apóstoles; que prometió la felicidad y la bienaventuranza a los pobres y a los humildes; que enseñó a los hombres a alabar a Dios, a pedirle con confianza gracias y favores, a amar a los demás, a perdonar, a ser veraces, a ser nobles, justos, sacrificados...
Hoy puedo afirmar, con inmensa satisfacción y santo orgullo, que a través de esos diálogos sencillos, confiados, auténticos con el Señor, llegaron hasta mi alma —viejo cántaro de barro—, claras enseñanzas, instrucciones concretas, orientaciones precisas, advertencias útiles, determinados consejos, pautas importantes de conducta, modos claros de actuar. Algunas directas, otras llegadas de modo indirecto.
Y, poco a poco, fue calando hasta en el fondo de mi espíritu el mensaje anunciado por el Señor: en la barca atracada en las aguas; en el monte de las Bienaventuranzas; en la orilla del mar de Tiberíades; junto a las aguas del lago de Genesaret; en la Sinagoga de Nazaret; junto a las murallas del Templo de Jerusalén, en la casa de Zaqueo; en el hogar de la suegra de Pedro; en el camino hacia Cafarnaún; a la vera de los sembrados; junto a la higuera estéril; de paso a la ciudad de Tiro o de Sidón; en la posada de la aldea de Emaús; en la intimidad del Cenáculo; desde el trono grandioso de la cruz; desde la nube espesa que le oculta en su ascensión a los cielos.
Por todo lo cual, bien puedo afirmar que a través de estos agradables ratos de escucha y de plegaria, de diálogo y de silencio, de examen y de propósitos, de modo normal, he podido conocer con mayor profundidad el admirable don de Dios; he logrado aumentar mi amistad con el Maestro; he procurado fijar mejor su mensaje, comprender con más claridad las exigencias de su doctrina; y he podido comprometerme con mayor exigencia en extender este mensaje entre todos los hombres.
¡Cuántas veces, a lo largo de este año, han venido a mi memoria las palabras que Jesús dirigió a la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, Tu le habrías pedido a él y él te habría dado “agua viva”; y aquellas otras dichas por el propio Jesús: “el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (San Juan, 4, 10. 14)!
¡Y cuántas veces también he recordado la sabia indicación que hacía Santa Teresa de Jesús, la andariega castellana, a sus monjas animándoles en la ardua tarea de ser almas de oración: “la oración es tratar de amistad con áquel que sabemos nos ama”!
El presente libro consta de siete capítulos, correspondientes, por una parte, a los seis tiempos del Año Litúrgico: tiempo de Adviento; tiempo de Navidad; tiempo ordinario (I)[1]; tiempo de Cuaresma; tiempo de Pascua; tiempo ordinario (II)[2]; y por otra, un capítulo más en el que aparecen algunas solemnidades del Señor, fiestas de la Virgen María, de San José, de Apóstoles y de otros santos, variables en cuanto al día de la semana.
El objetivo que me he propuesto al publicar estas “Hojas sueltas”, es doble: en primer lugar, facilitar la lectura diaria de la Palabra de Dios; en segundo lugar, ayudar a iniciar un diálogo sencillo y confiado con el Señor.
De ahí, su estilo coloquial, sencillo, de frases cortas, de giros entrecortados y de simple estructura: un texto evangélico que convendrá leer despacio (cuando leemos Dios nos habla); y material para un dialogo familiar, confiado con el Señor (cuando hablamos rezamos a Dios), que podría servir como guía.
Los textos del Evangelio y las citas textuales del Evangelio aparecen en letra cursiva, sin comillas; otras citas textuales, aparecen entrecomilladas y las citas no textuales, con una sola comilla.
Si después de conocer estas Hojas sueltas. Palabra y Diálogo, te decides a leer, aunque sean cinco minutos diarios, el Evangelio y a dialogar con el Señor algunos minutos cada jornada, me daría por satisfecho.
José María Calvo de las Fuentes
[1] Este tramo primero del tiempo ordinario, Ciclo B, año 1999 que es el que hemos seguido, comienza con el martes de la primera semana de Tiempo Ordinario y termina con el martes de la sexta semana.
[2] Este tramo segundo comienza con el lunes de la octava semana de Tiempo Ordinario y finaliza con la semana XXXIV. Al final se ofrecen dos anexos: uno con las citas de los textos evangélicos leídos cada día, y otro, las mismas citas ordenadas por evangelistas.
domingo, 7 de octubre de 2007
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