sábado, 6 de octubre de 2007

A modo de pórtico



Para empezar a construir esta especie de sucinto pórtico o umbral, no encuentro mejor apoyo que esta conocida sentencia de Cicerón: “Toda escritura es como el zumo de la vid bajo el peso del tiempo; pues el tiempo, y no otra cosa, es el que vuelve ácidos los malos vinos y a los buenos los mejora”.
Y eso es lo que, a mi entender, sucede con este ramillete de prosas, rebosantes de una espléndida cosmovisión que nunca nos ahoga con sobrados adjetivos: el tiempo ha ido puliendo, lustrando, fijando los sabores de una literatura que podríamos definirla como un aliento de frescura conceptual que se ejercita en oportunas clarividencias.
Prosas –a veces casi prosemas, casi poemas en prosa– tal vez no muy lejos de ese ‘clariver’ que proclamaba Juan Ramón Jiménez. Palabras en medio de nuestro mundo y sus avatares, bajo un impulso moral que, lejos de ofuscamientos de inamovibles dogmatismos, van dejándonos señales bien visibles –esas piedrecillas que se dejan para orientación en el sendero–, propicias para ese viaje que el hombre desarrolla a través de su terrestre circunstancia.
Pasa el tiempo, y todo va borrándolo; pero también el tiempo es esa criba donde van quedándose las semillas capaces de engendrar innumerables expectativas de nuestro interior esencial: esa profundidad de nuestro acontecer donde, a su vez, lo externo juega reiteradamente el papel de acompasar o de acelerar nuestras complejas andaduras. Y es ahí, en esa complejidad, donde la contemplación ilusionada y segura del autor de este libro fue y ha seguido colocando un amplio espectro de ideas veraces, alentadoras, atinadas, oportunas, como un enriquecedor corolario en medio de nuestro transitar hacia lo transcendente.
Parábolas, me atrevería a decir. Parábolas de un insomnio, una constante vigilia ante las cosas de la vida, para verternos la dádiva aclaradora de que, si somos herederos de una alta promesa —y, ciertamente, lo somos—, la luz multiplica las estrellas de la noche, porque la sustancia de lo que nos transciende golpea con amor nuestros sueños y nos despierta diariamente escondidos horizontes.
Parábolas. O contemplaciones con un mensaje que no se agota en sí mismo. Lo cierto es que su autor, José María Calvo de las Fuentes, saca de la palabra –con sumo cuidado e incisiva transparencia— filosofía y religión, pero también los gérmenes desvelantes, los impalpables átomos líricos de lo que miramos pero no vemos, en medio de los ruidos de la selva ciudadana y los falsos brillos de nuestra sociedad de consumo.
Un insomnio, hemos dicho. Y lo filosófico sencillo. Y lo desvelado lleno de una incuestionable originalidad, tras una agotadora y generosa y fecunda observación... Y tras todo ello, mi creencia de que podría bastar lo expuesto para dejar esbozadas suficientemente las claves de la noticia con que el autor nos regala amplias y jugosas experiencias de ese entresijo que somos –triste y alegre, dolorido y esperanzado-, constitutivo de ese vertiginoso reportaje que es la vida. Pero caería en imprecisiones, o en cierta mezquindad de enjuiciamiento, si no mencionase, aunque a vuelapluma, el ser y el estar del edificio personal del autor de este universo de textos esenciales.
Sacerdote palentino, José María Calvo de las Fuentes llegó a Pamplona en octubre de 1967 para estudiar Sagrada Teología, disciplina impartida en el entonces recién creado Instituto Teológico de la Universidad de Navarra. Después, a finales de la década de los setenta o principio de los ochenta, ya doctor en Teología, comenzó a escribir de forma esporádica una serie de artículos en el Diario de Navarra, con el poético y evocador título de “Al trasluz”. Eran los años en que compaginaba su trabajo de sacerdote y profesor de Religión con la carrera de Periodismo, cuyos estudios realizaba en la Facultad de Ciencias de la Información de la mencionada Universidad de Navarra. Terminada esta última licenciatura, sus capacidades literarias —afianzadas por la disciplina del cultivo de lo teórico con el ingrediente de la visión profunda de la realidad— fueron desgranando, en más de un centenar y medio de artículos periodísticos, una serie de temas y cuestiones de comprobada importancia: la grandeza misteriosa del dolor de los enfermos, la piedra angular de la familia, el problema del aborto, los derechos humanos, lances de honor, devociones, fiestas populares... Una extensa gama temática que parecía estar esperando ser tocada por alguien que con buen tacto la indagase y la tratase; alguien, como este sacerdote periodista, más enamorado de la ciencia de la sabiduría que de la sabiduría de la ciencia; más amante de la trinidad de un vasto conocimiento basado en aunar sentido-espíritu-intelecto, que de jugar a entretenidos y caprichosos divertimentos de la mente.
Un amplio abanico de hechos, anécdotas, dichos y datos históricos; un potencial de sucesos y sus consecuentes imágenes, vestido todo ello con el colofón de una ética y una estética activadas por la penetración con que el autor ejerce su laborioso menester: un entramado argumental, con Dios al fondo, donde la palabra —ese milagro constituyente, que decía Luis Rosales— circula por una infinidad de climas, en un despliegue de mil matices, de los que se nos da traducido el por qué y el para qué pueden valernos.
Sencillez y sinceridad en una proposición de transcendencia sin afectaciones. Todo a través de esa lente que preside el diario utillaje de los poetas: el cristal de unos ojos que ya lo han mirado todo, y que aún todo lo esperan. Porque hay mucho que contemplar más allá de la cáscara de óxido de la superficie de lo existencial: un mucho de universos interiores influenciados por el paisaje movible de las circunstancias. Esa es la proposición generalizada de este libro, recordándonos que la vida es un sendero de asombros donde la fe de vivirla nos pide ahondar en el vaivén —tantas veces desconcertante— del existir. La fe de saber mirar lo viviente —la vida y sus alrededores— para acudir a ese lugar del alma donde no es válido ejercer de ciegos para soslayar la luz –la luz incluso de lo oscuro— que aunque muchas veces nos hiere, otras tantas nos redime.
Un caudal de observaciones y experiencias bien contadas. Eso viene, globalmente, a ser “Al trasluz”, este libro-recopilación, fruto del invisible esfuerzo realizado por José María Calvo para recopilar y actualizar tantos artículos escondidos entre las páginas del Diario de Navarra, y ofrecerlos en un volumen bien estructurado, ordenado y enriquecido además con índices de materias, topónimos, autores y numerosas notas a pié de página. Un esfuerzo que servirá para contemplar problemas, rememorar soluciones y hasta para un estímulo de gustar horizontes inexplorados donde, al unísono con Antonio Machado, se podría cantar aquello de “Trabajo y canto la emoción de las cosas”. Sí, la emoción de las cosas, bajo el sudor de un lenguaje que celebra esa emoción y la reparte en una radiación de pulcra intensidad.
En resumen, este libro, nacido con la espontaneidad con que brota el agua de una fuente –y publicado con esa virtud de manantial–, marcándonos no sólo una forma de mirar y saber ver las cosas, sino también un modo concreto de tratar los asuntos más variados. Y ese triple bagaje –espontaneidad, concreción, variedad temática– presidido por la palpitación de un léxico sereno –fresco y ágil a la vez–, derivado de una meditada reflexión.
Lo sucintamente expuesto, y mucho más, viene a ser este libro, si exento, por un lado, de toda aparatosidad expresiva, robusto, por otro, de confesiones de una intuición que, con hondo afán, desemboca en un saber transmitir el parte diario del corazón humano en muy diferentes paisajes y momentos.
Diáfanamente. Nada enfático ni ritual. Adelgazado el verbo en una suerte de locución que igual levanta una sabrosa valoración de significados que construye sobre el tiempo un código de cordial comunicación. Una palabra múltiple, bajo una textura de franca limpieza ilustrativa, directa, imantada y autónoma, que vale por sí misma y que, sin extraños aditamentos, por sí misma ilumina a quienes quieran gozar de sus revelaciones.

Carlos Baos Galán

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