sábado, 20 de octubre de 2007


TESTIMONIO ADMIRABLE


“Y allá, en lontananza, como una estrella radiante, siempre brillando, la luz de la esperanza, el signo del triunfo y del amor: la victoria, la resurrección gloriosa”.


He de confesar que, actualmente, tengo muchos amigos enfermos. Hoy quiero, Al trasluz de mi experiencia, contaros unas sencillas pinceladas, tiempo habrá para narrar otras tantas, de dos de ellos.

El uno vive en la calle Leyre.[1] El otro en la Avenida de Barañain.[2] Los dos, aunque distintos, son buenos amigos. Les visito con frecuencia, cuando puedo, y siempre me reciben con extraordinaria alegría, con una sonrisa en los labios. Solemos hablar de todo, y por eso, nunca agotamos definitivamente el tema; cuando nos despedimos nos deseamos lo mejor, a la vez que prometemos volver a vernos.

Miguel, se llama el de la calle Leyre. Vive desde hace varios años postrado en la cama. No puede levantarse para nada, ni sólo ni ayudado. Siempre le encuentro en la misma posición. Siempre postrado en el mismo lecho. El vehículo de locomoción –su cama– aunque, poco a poco; se va alejando a la orilla de otras tierras, nunca se mueve de su sitio. Siempre en la misma habitación. Horas enteras cantando con su cuerpo y con su alma la constante canción del sufrimiento y del dolor. Días repletos materialmente llenos de pequeñas cruces y de calvarios permanentes.
Y allá, en lontananza, como una estrella radiante, siempre brillando, la luz de la esperanza, el signo del triunfo y del amor: la victoria, la resurrección gloriosa.

Miguel siempre está rezando o sonriendo, que es otra bella forma de rezar. Reza y suplica cuando se encuentra solo, y lo hace por los demás. Por las personas que más quiere: por los niños y mayores: por los que soportan grandes cargas; por los que nunca ha visto ni conocido; por todos, porque a todos llama hermanos.

Sonríe cuando te acercas a su cama. Te contagia con su faz de niño grande. Te lleva, sin quererlo, por los senderos de la resignación y del buen humor. Siempre sonriendo y testificando, con su comportamiento, una profunda fe interior.

Cuando hablo con Miguel, entiendo un poco más las cosas de esta vida. El afán de poder, el dinero y los honores, la vanidad y la vanagloria, la comodidad y la soberbia, el autobombo y la egolatría, se diluyen a los pies de la cama de Miguel, como si fuera una columna de hielo en un caluroso día de verano.

Allí se entiende, perfectamente, lo fugaz de lo terreno; lo absurdo que es sobreponerse al orden de las cosas; lo incoherente que resulta suplantar el orden establecido por el Creador. Junto a la enfermedad se entiende mejor y se comprende con mayor exactitud, el plano de Dios y el plano de los hombres: esta vida y la eterna.

La cama de Miguel es una excelente cátedra de resignación, de fe y de esperanza.
Manolo es el nombre del que vive en la Avenida de Barañain. Lleva también postrado en el lecho muchos años. Tiempo atrás, trabajó mucho; viajó constantemente por las carreteras de Navarra. Ahora, sin embargo, sobrelleva esta limitación, con paciencia, más aún, con alegría.

Es aleccionador visitar a Manolo. El dialogo fluye fácilmente; quizás se deba a que le gusta mucho leer. Los interminables ratos de descanso obligado, los emplea para aumentar su cultura. Le apasiona el mundo lejano de los griegos o de los romanos: sus ideas, fantasías y hazañas. Le entusiasma, sobre todo, el tema de Navarra: sus hombres y sus campos; sus costumbres y sus tierras. Así, entre quejido y dolor, saltan por su lecho distintas páginas del libro de cabecera; entre oración y ofrenda, brincan en su memoria acciones nobles, de los recios hombres de otros tiempos.

Y cuando el dolor se asoma con más fuerza, lo recoge con las largas manos de su espíritu y lo retuerce y lo lanza con fe hasta el cielo, en holocausto de amor.

A Manolo también le gusta escuchar la radio. Esos programas que sintonizan con su situación concreta. Notable atractivo goza, el especial enfermos: «En todo momento»,[3] en el que a veces interviene con su voz y con sus cartas; en el que frecuentemente se le recuerda, por su simpatía y singular entusiasmo.

Visitar a Manolo es llenarse de fuerte coraje; es olvidar, aunque no sea más que por unos instantes la amargura de la vida, y contemplar ilusiones en el cielo; es hablar en otra tesitura; es comprobar que el hombre es un compuesto de alma y cuerpo; es percibir que la materia está por debajo del espíritu; es palpar la conformidad cristiana hecha carne.

No quiero dejar de reseñar, que tanto Miguel como Manolo, a parte de sus ángeles de la guarda, poseen a sus respectivas mujeres que son, para ellos, algo así como seres imprescindibles. De sus servicios podríamos escribir otro día.

«Todo hombre –sea quién sea– es un ser digno, intocable, un cierto fin en si mismo»,[4] leía hace unos días en una publicación navarra. Me acordé de Miguel y de Manolo; también ellos son seres dignos. Sea quien sea, el hombre es un ser abierto a lo sobrenatural y a lo eterno.

Dos enfermos –Manolo y Miguel– entre tantos, nos ayudan a vivir con valentía, la esperanza. Gracias amigos, un saludo y adelante.


DN 17 de enero de 1982


[1] Calle Leyre, en el tercer ensanche de Pamplona.
[2] Avda. Barañain, en el Barrio de San Juan (Pamplona).
[3] “En todo momento”. Programa de radio dedicado a los enfermos, ofrecido en la Cadena Ser, Pamplona y dirigido por José María Calvo de las Fuentes. Terminó, después de permanecer varios años en antena, por causas que no son del caso.
[4] (No hemos podido dar con la fuente de esta cita).

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