lunes, 14 de enero de 2008




UNIÓN DE DOS MARES


«El proyecto en cuestión –conservado en el Archivo General de Navarra– tiene este encabezamiento: Canal navegable desde el Mar Mediterráneo al Océano Cantábrico».

Humanamente hablando, esperar de inmediato, una perfecta unidad entre todos los cristianos, es algo que resulta difícil, poco menos que imposible. La consecución próxima de un solo rebaño, el silbido amoroso de un solo pastor, es desde el mismo prisma humano, algo inseguro, incierto, complicado.

Sin embargo, lo que de “tejas a abajo”, se presenta como enormemente arduo, costoso, casi impensable, desde una perspectiva de fe, aparece como un proyecto ciertamente asequible en el tiempo, más aún, realizable en un periodo concreto y cercano.

Los días que hoy comienzan, ocho jornadas, intensas, apretadas, llenas de oración, mortificación y caridad podrán adelantar, sin duda ninguna, esa fecha tan deseada y pedida por todos. Las plegarias, ocultas y sencillas, podrán acercar a nuestras manos sedientas de unidad, el agua fresca de la comprensión. Los pequeños y los normales sacrificios, podrán clavar en nuestros corazones esponjosos de amor y de sosiego, el mismo querer y el mismo sentir. La constante comprensión de todos nosotros podrá levantar por los aires de nuestras desuniones, rencores, egoísmos, el edificio único y compacto del amor universal.

Es preciso que insistamos en la oración; que nos llenemos de esperanza y de ambición noble en nuestros ruegos, que crezcamos en una intensa fe en Dios, en generosidad entre los hombres.
Las empresas grandes requieren espíritus abiertos, capaces de asombro, dispuestos a emprender mil veces los mismos proyectos que otros comenzaron, aún temiendo que tal vez, no se realicen nunca, pero sabiendo que al menos los deseos futuros han existido en el recóndito santuario de ciertas personas.

En estas fechas, cuando rezaba y pensaba en la unidad de los cristianos, me acordaba de aquel viejo proyecto de unión de los dos mares, ideado por don Santos Ochandátegui, extraordinario director de grandes realizaciones en suelo navarro, que como es sabido, pasaron a la historia de nuestra tierra.

«El proyecto en cuestión –conservado en el Archivo General de Navarra– tiene este encabezamiento: Canal navegable desde el Mar Mediterráneo al océano Cantábrico, continuando el proyecto del Reino de Aragón, cruzando el de Navarra y la provincia de Guipúzcoa por los ríos Arga y Oria, unidos por varios manantiales y depósitos de agua en la altura de Lecumberri».[1]

Es cierto que el autor reconoce las enormes dificultades derivadas «de la elevación y aspereza de las montañas que separan las vertientes cantábricas y mediterráneas y de otros obstáculos en la zona media y Ribera de Navarra, por los cerros y colinas que dificultan el trazado del proyectado canal; pero arguye que parecidas dificultades tuvieron que resolverse para la construcción del célebre canal de Languedoc, en Francia, aunque con la enorme ventaja sobre el nuestro, de la menor elevación de las tierras sobre el nivel del mar».[2]

Este proyecto fue un mundo de posibilidades, que se frustró como tantas otras cosas en las empresas de los hombres, pero la intención del autor, debemos decir que fue extraordinaria, ambiciosa, digna de encomio.

Y pensaba en mi interior en estos días, próximos a estas jornadas de oración universal, que si difícil era la unión de los dos mares, costosa también es la unión entre todos los cristianos. Muchos naufragan en los mares de la confusión, otros se tambalean en las aguas de la ignorancia; quienes transitan por los campos de la apatía y del tedio; quienes sestean en la arena de las playas del ocio, el materialismo, la comodidad.

Y tú y yo, ¿cómo estamos? Existen muchos obstáculos en la recta de la unidad, en el camino del amor. Sin embargo, de nuevo acaricio la idea de unión. Un año más me animo a pedir esa unión de los cristianos. Cada enero, del 18 al 25, es como el brote de un mundo de posibilidades de paz, de acercamiento, de comprensión; es como una demostración palpable de nuestra intolerancia y una prueba más para nuestra fe.

Vamos a rezar mucho; a sacrificarnos más; a cortar egoísmos; a limar asperezas; a construir verdades. Tal vez la unidad se frustre de nuevo, pero en tu corazón y en el mío, en el de todos, se alzará un monumento a la unidad, que será como signo y símbolo de la unidad universal permanente de todos los cristianos.


DN 21 de enero de 1981

[1] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, Ediciones Aramburu, Pamplona 1979, Tomo, I, p. 222.
[2] idem, p. 222.

martes, 8 de enero de 2008


CON SENCILLEZ DE CORAZÓN


“Qué bien lo ha recogido el refrán: Lo que se aprende con babas, no se olvida con canas”.

El rostro de cualquier niño es una ventana abierta para contemplar al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, rey de la creación y del universo.

Sin embargo, todo niño es un ser lleno de limitaciones, torpe e indefenso; necesitado para casi todo de sus progenitores. Y efectivamente, al calor de sus padres y al abrigo de las personas que le quieren, el niño, poco a poco, va aprendiendo las cosas más fundamentales de la vida.

En cada casa, pequeña o grande, el niño aprende a dar sus primeros pasos; a coger con habilidad la cuchara en la comida, a abrir y cerrar las puertas del salón; a pronunciar las primeras palabras, llenas de ilusión y de esperanza.

El niño está llamado, también, a conocer a Dios, a quien no ve con sus ojos inquietos ni escucha con sus oídos atentos, a quien no puede acariciar con sus débiles manos, en las llanuras del hogar, en la familia.

Por ello, la instrucción religiosa del niño requiere palabras y explicaciones adaptadas a su mentalidad, para que él pueda entender que existe aquel a quien nunca vio y que no obstante le quiere y le cuida; para que pueda comprender que Dios está en el cielo y a la vez muy cerca de la cuna donde duerme.

Por eso, la familia es el mejor sitio para aprender a rezar a hablar con Dios y a vivir unas prácticas de piedad sencillas.

Enseñar a los hijos a tratar a Dios, es tarea de los padres. Las oraciones deben aprenderlas los niños de labios de sus padres. Las lecciones enseñadas en el hogar se graban a fuego, en el alma limpia y tierna de los pequeños, y además, duran para siempre. Qué bien lo ha recogido el refrán: “Lo que se aprende con babas, no se olvida con canas”.[1]

Recordaba Juan Pablo II hace un tiempo: «Queréis vosotros, padres y madres, que vuestros hijos se hagan verdaderamente hombres. Y esto depende en gran medida de lo que adquieren en la casa paterna. Nadie puede sustituirnos en esta obra. La sociedad, la nación, la Iglesia, se construyen sobre la base de los fundamentos que echéis vosotros».[2]

Sólo los padres que viven la fe en Dios, que le tratan con amor y confianza, pueden transmitir a los suyos los valores del espíritu. La vivencia de las verdades que se creen, es la mejor de las garantías para una abundante cosecha.

El niño tiene derecho a que sus padres tengan en cuenta esa grave necesidad: tratar a Dios, y que él, por carecer de uso de razón, todavía no conoce.

Los padres son por derecho natural los primeros educadores y los responsables de sus hijos. La Iglesia confía en los padres cristianos, porque en ellos ha puesto Dios el don de procrear y en consecuencia la responsabilidad de orientar hacia el Creador el fruto de su amor consumado.
Este es sin duda, uno de los derechos más importantes del niño, tal vez uno de los más silenciados, pero por lo mismo, de los más urgentes, de poner en primer plano. El Año Internacional del Niño, ya lo hemos dejado atrás, pero el derecho del niño nunca debemos olvidarlo. El niño lo reclama desde el silencio de su candor: desde la cátedra de su impotencia; desde la tribuna de su inocencia.

En resumen: Este derecho admirable del que gozan todos los nacidos o deberían de gozar en la práctica, puede enunciarse de este modo: “Existe el derecho del niño a conocer a Dios a través de sus padres y a aprender de ellos a tratarle con sencillez de corazón”.[3]

El rostro de cualquier niño, mirado despacio y a solas, es la mejor rúbrica a todo lo que hasta aquí venimos diciendo. Los ojos de cualquier niño, mirados despacio y a solas, son la mejor prueba de que existe el misterio.

El alma de cualquier niño sentida en el silencio, es la garantía de que vive un Ser de quien somos imagen y semejanza»

DN 1 de marzo de 1981

[1] Refrán que nos recordaban los padres a sus hijos.
[2] Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Buenaventura, en Torre Spaccata (1-IV-1979), DP 109, 1979, n. 3.
[3] Cfr. Discurso al Comité de Periodistas Europeos para los Derechos del Niño (13-1– 1979) DP 15, p. 17.

domingo, 6 de enero de 2008


RUIDO LENTO Y SILENCIOSO


“No llama sólo a los Reyes Magos,
que eran sabios y poderosos;
antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles”.


Durante toda esta noche, pequeños y grandes hemos escuchado con emoción, por los cuatro rincones de Navarra, el ruido lento y silencioso de alegres cascabeles, anunciadores del paso seguro de los enormes camellos, repletos, como siempre, de ricos y añorados regalos, montados por los Reyes Magos.

Muchos de vosotros, como yo, os habréis preguntado a lo largo de esta noche: ¿Pero quiénes fueron estos Magos? ¿Cuántos eran? ¿De dónde procedían? ¿Qué significado tenía la estrella? ¿Cuál es el contenido teológico de la fiesta de los Magos o Epifanía del Señor?

Como primera respuesta os diré que el evangelista San Mateo los presenta, simplemente, como unos personajes interesados en hallar al recién nacido Rey, cuando dice: “¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer?, porque hemos visto su estrella y venimos a adorarle”.[1] Y poco más.

Como veis, el evangelista no dice ni cuántos eran, ni cómo se llamaban, ni de dónde procedían exactamente. Se ve que el escritor sagrado no consideró imprescindibles para sus destinatarios, ofrecer tales detalles.[2]

He espigado en distintos lugares y he encontrado respuestas que aclaran de algún modo la curiosidad de los interrogantes arriba enunciados[3].

En cuanto al número de personajes, un fresco del cementerio de San Pedro y San Marcelino en Roma, representa a dos. Un sarcófago del Museo de Letrán, muestra a tres. En el cementerio de Santa Domitila aparecen cuatro. Y hasta ocho aparecen en un vaso del Museo Kircheriano. Algunos hablan de doce.

No obstante, ha prevalecido el número de tres, acaso por correlación con los tres dones que ofrecieron al Señor –oro, incienso y mirra– o porque se los creyó representantes de las tres razas: Sem, Cam y Jafet.

Los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, aparecen por primera vez en un manuscrito parisino de fines del siglo VII y después, en otro manuscrito anónimo italiano del siglo IX. En otros autores y regiones se les conoce con nombres totalmente distintos.

Su condición de Reyes parece haberse introducido por la interpretación literal de las siguientes palabras de la escritura: “Los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán sus dones; los reyes de Arabia y Sabá le traerán regalos”.[4]

Sobre el lugar de su origen, unos los hacen proceder de Persia, otros de Babilonia o de Arabia y hasta hay quienes los hacen originarios de lugares tan poco situados al oriente de Palestina como Egipto y Etiopía.

Un precioso dato arqueológico del tiempo de Constantino muestra la antigüedad de la tradición que parece interpretar mejor la intención del evangelista, haciéndolos oriundos de Persia.
La estrella en el relato del evangelista San Mateo juega un papel importante. Los Magos dicen haberla reconocido como la de Jesús: “Hemos visto su estrella y venimos a adorarle”.[5] La naturaleza portentosa de este fenómeno excluye cualquier intento de identificación con acontecimientos astronómicos naturales, como quiso Kepler o supuso Wieseler.

El contenido teológico del relato es bastante claro. El lector cristiano ve en la narración de San Mateo una transparencia clara de las palabras del Profeta: ”El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande”.[6]

Los paganos han visto la luz. Y alumbrados por esa estrella caminan hasta postrarse a los pies del Mesías, para ofrecerle sus dones: oro, incienso y mirra.

No debemos olvidar que cuando escribía San Mateo su evangelio, era un hecho la expansión del cristianismo por el mundo entonces conocido. Su relato no hacía otra cosa que concretar esa gozosa realidad, en un delicioso episodio, en el cual la luz mesiánica iluminaba los pasos de unos hombres paganos para rendirse a los pies del Salvador del mundo: Cristo, Jesús.

Y es que como escribió el Fundador de la Universidad de Navarra: «Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles. Pero, pobres y ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios».[7]

Los Reyes Magos y la estrella nos recuerdan la llamada universal del Amor, y esta fiesta es ocasión para pensar en la cualidad de nuestra respuesta.

DN 6 de enero de 1980

[1] Mat. 2,1ss.
[2] José Salguero, Vida de Jesús según los evangelios sinópticos, Edibesa, Madrid 2000, p. 63. “El autor sagrado no es, de hecho, un cronista, sino un predicador del mensaje cristiano. El Evangelio es un libro de fe”.
[3] J. A. Abad Ibáñez- M. Garrido Bonaño, Iniciación a la liturgia de la Iglesia. Síntesis histórica de la Epifanía, Ediciones Palabra, Madrid 1988, p. 732ss.
[4] Sal., 72,10.
[5] Mat, 2,1ss.
[6] Isaías, 60,1ss.
[7] Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Ediciones Rialp, Madrid 1974, n. 33, p. 84.

sábado, 5 de enero de 2008


Jornadas de esperanza


“Yo también quiero hacerme niño en esta víspera de Reyes y con esa autoridad que me da la infancia, hacer un par de peticiones a los Magos”.

Los días que anteceden a la fiesta de los Reyes Magos, son jornadas cuajadas de esperanza. Por el ancho ambiente familiar revolotean sabores de ilusión y de sorpresa. El hermano mayor, ocultando la mirada de los otros más pequeños, interroga, en secreto, a la mamá, pequeñas dudas que no ha podido resolver con sus amigos. La madre, rememorando otros tiempos, cuchichea al oído de sus hijos rumores inocentes.

En lugares secretos de la casa descansan peticiones hechas vida. Pequeñas llavecillas cierran cariñosos trajines, arropados de sacrificios concretos.
El aire del salón de la vivienda se vuelve pesado por el polvo del barro de la calle, transportado en las viejas sandalias. Ruidos de piñones y de nueces se mezclan con las lejanas pisadas de los camellos supercargados de regalos inciertos.

Cada día que pasa se abren un poco más los ojos inocentes de los niños del mundo. Las vacaciones navideñas ruedan demasiado lentas hasta el día de los Reyes. dimes y diretes, sueños dorados, pensamientos ingenuos de inteligencias en ciernes.
Siempre, antes de la Epifanía, llega la Navidad. Navidad es la presencia del regalo más grande, Dios hecho hombre. El misterio más profundo, envuelto en sencillos elementos materiales. El Omnipotente recostado en un pobre pesebre[1].

Una cuna de madera. En ella «dormidico» el Niño-Dios. A un lado del trono de Belén, su Madre, complaciente y serena y ensimismada. Al otro, un varón fuerte y justo, un carpintero con las manos encallecidas y el alma transparente. Y nada más, y nada menos.

Y antes de la fiesta de los Reyes, también, la muerte de los inocentes, niños despeñados, madres sin consuelo y jolgorio en la fuerza del poder. Cantos por las calles del mundo y voces apagadas, miles y cientos de niños inocentes que no verán las estrellas del Oriente.

Los niños que viven entre nosotros se han enterado, un poco, de todo el regalo del cielo y de la crueldad de los hombres. Al Niño le dieron un beso en el pie descalzo; y en el «belén» de cartón que instalaron en su casa, al cruel perseguidor, le llamaron, sin componendas, tirano.

Yo también quiero hacerme niño en esta víspera de Reyes y con esa autoridad que me da la infancia, hacer un par de peticiones a los Magos. En primer lugar, ruego a Sus Majestades regalen a los hombres, a todos, a los altos y a los bajos, a los intelectuales y a los menos cultos, a los zabarceros[2] y a los pelantrines[3], a los «de aquí» y a los «de allá», a los poderosos y a los débiles, a los apacibles y a los revoltosos, una pizca de buena voluntad, para que, con ella, acojan en sus casas y en sus almas, al Dios hecho Hombre; para que, con ella, le presten al Todopoderoso un trozo de tierra, un asilo confortable, y con piedad, miren sin miedo a los ojos del Niño.

Y también suplico un poco de valentía, de responsabilidad, de coraje, para que no haya más muertes de niños inocentes. Para que nos enteremos, de una vez, que «la solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud, es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre»[4].

Es triste pensar y, mucho más, contrastar que siguen siendo aniquilados por falsos prejuicios seres inocentes, aun antes de haber visto los colores de esta tierra. ¡Esos seres también tienen derecho a la vida del planeta! ¿Quién dijo que el indefenso no merece ser persona?
Pasarán los Reyes Magos, sin ruido, mansamente, al anochecer, cuando la oscuridad se pasee por la tierra. Los balcones se llenarán de flores, de regalos y en las manos de los niños ya nacidos, no cabrán los sueños, ni las ilusiones.

Yo también espero mi regalo: un deseo grande de adorar al Dios grandioso y una acogida amable a los niños, seres que desde el primer momento de su concepción comienzan a ser personas.
Ya se oyen las pisadas. Los cascabeles suenan a lo lejos. Regalos y más regalos en las alforjas de los pajes. Un don para este mundo que se muere de viejo, niños, inocencia, amor.

DN 3 de enero de 1982

[1] Luc., 2, 10-13.
[2] Zabarcera, mujer que revende por menudo frutos y otros comestibles. Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, vigésima primera edición, Madrid 1992, p. 2119.
[3] Pelantrín, labrantín (labrador de poco caudal); pegujalero (labrador que tiene poca siembra o labor o ganadero que tiene poco ganado), Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, vigésima primera edición, Madrid 1992, p. 1221 y p. 1559
[4] Juan Pablo II, Constitución Familiaris consortio. 1981, n. 26.