miércoles, 31 de octubre de 2007


LLAMADA A BAZARRE
http://www.arguments.es/
confesion 1:19 San Josemaría Confesión

“Y para que ninguno lo olvide –dice la historia– se previene que todos los años convoque el mayoral a bazarre... para leer las ordenanzas en voz alta”, con el buen juicio de que no se olvidase en lo sucesivo de los puntos fijados.


Año nuevo, orden nuevo: esfuerzo joven para conquistar metas sublimes en esta nueva prueba deportiva de casi cuatrocientas metas volantes, que es el año que acabamos de estrenar, y del que hemos recorrido ya la primera decena.

Año nuevo, espacio nuevo para rectificar errores; trampolín reciente para construir los deseos antiguos en realidades presentes; campo propicio para sembrar sueños y esperar que llegue, con paciencia y con alma, el día de la siega.

Un nuevo año es un tiempo para ahondar en el momento presente; en la actividad concreta de cada instante; una oportunidad para trabajar en la parcela delimitada por veinticuatro señales exactas e iguales.

El año nuevo es como un traje, sin estrenar, sin confeccionar siquiera. Prenda que haremos día a día, con la parsimonia y la fe con que construye la mujer sencilla y trabajadora la costosa colcha a ganchillo: vuelta a vuelta, ovillo a ovillo; con la constancia que fabrica la golondrina el nido: paja a paja, después de mil idas y venidas.

Año nuevo, lance nuevo para cambiar de vida y hacerla mejor; para derribar lo viejo y realzar lo nuevo: para podar las ramas secas, inservibles y esperar los nuevos brotes; para variar el comportamiento osco y egoísta de las jornadas pasadas, por un aspecto más humano y generoso.
Un año nuevo es una atalaya inmensa para no mirar atrás, para no lamentarse, sino más bien, para tender la vista iluminada, más allá de las montañas.

Las cosas, los árboles, los hombres, son como son, pero siempre pueden mejorarse.
Un año nuevo es una ocasión para rehacer jirones; para blanquear fachadas; para vivificar intenciones; para volver las aguas desbordantes al manso cauce.

Qué bien lo entendieron los habitantes de Lizasoain, allá por el siglo XV. Dice la historia que «no andaban muy avenidos sus vecinos en aquella época, como puede apreciarse por la humilde confesión que hacen en el preámbulo” de los cotos y paramentos del lugar: «los habitadores del concejo de la villa de Lizasoain, de presente andamos fuera de toda regla justa et debida, non guardando honor a Dios ni a sus santos, ni "oviendo" temor ni vergüenza, et facer et fablar unos de otros inconvenientes, palabras deshonestas et injuriosas, ni podemos defender nuestros fruitos ni las yérbas de nuestros términos, ni habemos regla debida alguna...»[1]

Sin embargo, un día, vamos a imaginarnos un principio de año, en el recinto de la iglesia parroquial, reunido el pueblo “a pulsación de campana”, el concejo, bajo la presidencia del vicario, abad de Zuasti, aprobó los cotos y paramentos, donde se obligaban a rehacer la vida, tanto religiosa, como social, a la vez que se señalaban minuciosamente pequeños detalles de convivencia y de comportamiento relacionados con la caridad, protección de la vida, hacienda y honra, defensa de viñedos y cereales, siendo incluso castigados con sanciones concretas y precisas.

“Y para que ninguno lo olvide –sigue la historia– se previene que todos los años convoque el mayoral a bazarre el domingo anterior a San Miguel de septiembre, para leer las ordenanzas en voz alta”. En 1546, se agregaron algunos cotos más a los antiguos y el bazarre se reunía en el lugar o plaza llamada Beroquía”.

Un comienzo de año es una nueva convocatoria a bazarre a todos los hombres de cada pueblo, de cada ciudad, del mundo entero, con el fin de que cada uno de los componentes, nos comprometamos a ayudarnos más y mejor; a respetarnos en las opiniones y pareceres: a obligarnos a reconstruir paz y a edificar justicia; a sembrar serenidad y recoger ecuanimidad y beneficios.

Un año nuevo es una coyuntura para erigir, en nuestro caminar ligero, si hacemos un hueco al amor, un monumento a la verdad, que nos sirva para animarnos y fortalecernos en la ardua hechura de nuestra propia verdad.

Año nuevo, orden nuevo, esfuerzo fresco, coraje actual, corazón moderno.

DN 11 de enero de 1981

[1] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, Ediciones Aramburu, Pamplona 1979, Tomo I, p. 371-374.

domingo, 28 de octubre de 2007


UNA PODA AL AÑO...


“Pero una mañana, los artistas en el podar
llegaron con sus tijeras especiales
y desde la tribuna de una sencilla escalera
comenzaron a cortar lo que sobraba, a deshacer lo superfluo, a rajar y a serrar lo que en otros tiempos había sido objeto de grandeza y esplendor”.


Los árboles de las calles de la ciudad están ya todos podados. Parecen a simple vista palos inservibles plantados en la tierra, rodeados de cemento. Permanecen, como sordos troncos de madera, esperando la llegada del camión transportador. Ahora, eso sí, se hallan de pie, con aire de victoria y gesto de grandeza: con gallardía y dignidad.[1]

Hace sólo unos meses, la realidad era muy otra: largas ramas nacidas de sus cuerpos se extendían como grandes brazos deseosos de abarcar al mundo y las cosas; verdes hojas, teñidas más tarde de rico oro, aplaudían la vida y los ajetreos de los habituales caminantes. De vez en cuando, una de esas hojas caía hacia el suelo suavemente; después lo realizaban algunas más, finalmente, todas las restantes se entregaban, rendidas, satisfechas a la comodidad de la tierra. Quedaban las ramas, secas, peladas, abiertas al aire, al agua, al rocío, a la niebla y a la nieve, al desafío del hielo y del granizo.

Pero una mañana, fresca y «tiritona», los artistas en el podar llegaron con sus tijeras especiales y desde la tribuna de una sencilla escalera, comenzaron a cortar lo que sobraba, a deshacer lo superfluo, a rajar y a serrar lo que en otros tiempos había sido objeto de grandeza y esplendor.
Y así quedaron los árboles de la ciudad: romos, chatos, achaflanados, dando la sensación de incapacidad, de ineptitud, de esterilidad, de fracaso.

Sin embargo, los expertos en la materia consideran que la acción de la poda es necesaria. La experiencia, la vida, les ha enseñado que gracias a este sacrificio, a este desprendimiento de algo propio, el próximo año, de esos troncos rocosos saldrán nuevos brotes, nuevas ramas, nuevas hojas y en algunos, nuevos frutos.

Ayer tarde, paseando por cierta calle de Pamplona, a la vista de los árboles recién podados, pensé en nuestras vidas, en nuestras acciones, en esas, que en efecto crecen útiles algún tiempo, pero que, poco a poco, se van convirtiendo en realidades inútiles, resecas, desabridas, ásperas.

Pensé que no estaría de más, que cada uno de nosotros, realizáramos una profunda poda interior: cortar -por lo menos una vez al año- esos brotes de ira que crecen en cada uno de los mortales y que tan profundas raíces tienen en la naturaleza racional del hombre; esas ramas de envidia que se extienden peligrosamente y vienen a machacar el amor fraternal tan necesario; esos vástagos de lujuria que adormecen la alegría y nos llevan por el camino de los placeres de la carne; esos brotes de orgullo que amenazan con la muerte de cada uno, arrastrados por el amor desordenado de nuestra propia superioridad; esos gajos de gula que abotargan el cuerpo y el espíritu, inclinándonos de una manera excesiva a la comida y a la bebida; esos tallos de pereza que secan la sabia y el amor, excitándonos a descuidar nuestros deberes de trabajo; esos retoños de codicia que ahogan la respiración del aire, deseando con pasión, y casi exclusividad, las cosas materiales de este mundo.

Una poda al año no hace daño; antes al contrario, es de una eficacia tan extraordinaria que ningún buen administrador deja de efectuarla.

Si somos consecuentes y responsables, realizaremos esta poda de la que venimos hablando, no sólo en el plano material: de árboles de la ciudad, viñas de los campos o frutales de las huertas, sino también, en el orden espiritual: de nuestras acciones malas, aunque hubieran sido muchas veces repetidas; de nuestras costumbres por más que creamos que aquello ya no tiene remedio; de nuestros hábitos -vicios se llaman cuando se trata de algo prohibido- por muy arraigados que puedan hallarse.

No tengamos miedo al sufrimiento. El árbol con el que tropiezan nuestros ojos, cada día, es un ejemplo. Parece un tronco inservible, pero dará de nuevo hojas y sombra y alegría, precisamente, porque se ha dejado podar, transformar, querer.

No lo dejemos para el año que viene. Mañana será tarde. Es, ahora, el tiempo oportuno: para cortar y sajar, para cambiar y transformarnos, para soñar en los frutos.
La cosa es bien sencilla: Una podadera, una escalera -a veces, no hace falta- ganas y deseo de hacerlo. Si la «cosa» a cortar está muy dura, para eso tenemos la cizalla: instrumento a modo de tijeras grandes para cortar metal.

Los árboles de la ciudad ya están todos podados.

DN 31 de enero de 1982
[1] F. Caudet Yarza, Ediciones y Distribución Mateos, Madrid 1998, p. 270. “Una vez al año, ni a los viejos hace daño”; “una vez al mes, es tratarse a lo marqués”; “una vez a la semana es cosa sana”; “dos veces a la semana ni mata ni sana”; y “una vez cada día, es una porquería”.

sábado, 27 de octubre de 2007




Del polvo de la tierra


“Ceniza, polvo gris, residuo de una combustión completa. Pero algo más, comienzo, inicio de un período de tiempo repleto de aventuras”.

Con frecuencia, nosotros, los humanos, olvidamos verdades de «a puño», cosas evidentes, patentes, elementales. Y nos olvidamos, porque en muchas ocasiones, nos asustan, nos aturden, y preferimos pensar en otras grandiosidades terrenas y linduras agradables.

Entre esas realidades que solemos olvidar, se halla el recordar que somos polvo y a polvo hemos de llegar; más tarde o más temprano.

Y aunque, en efecto, se trata de un asunto confirmado con precisión continua, por la historia de la humanidad, sin embargo, no queremos aplicarlo a nuestro caso particular, es decir, nos cuesta admitirlo.

Y una y otra vez, preferimos pensar que somos fuertes, que aún nos encontramos jóvenes, que desbordamos salud por los cuatro costados. Y no queremos admitir la experiencia archirrepetida, de tantos y tantos seres humanos que vinieron del polvo y al polvo ya llegaron.
Una de las razones se encuentra, en que estos pensamientos nos hablan de muerte terrenal, de final de carrera, de término de viaje. Y la verdad es que nos resistimos a morir, a dejar las bagatelas de esta tierra, a poner punto final a nuestra historia, a decir adiós a nuestra vida.
Y sin embargo, no debemos descuidar que estas verdades también nos hablan de nuestro origen maravilloso, de la acción creadora del Todopoderoso que nos llamó de la nada a la existencia; del polvo de la tierra a la posibilidad de llamarnos y ser hijos de Dios, formados a su imagen y semejanza.

Ceniza, polvo gris, residuo de una combustión completa. Pero algo más, comienzo, inicio de un período de tiempo repleto de aventuras.

La bendición y la imposición de la ceniza se remonta a tiempos muy antiguos. Tiene, podíamos decir, raíces en los primeros días de la humanidad.[1]

La ceniza aparecerá a lo largo del Antiguo Testamento como un símbolo de penitencia. Y en la Nueva Ley será como un recuerdo de que no somos nada, de que todo lo recibimos de Dios.
Estos días, en los templos de nuestras ciudades y de nuestros pueblos se realizará - o ya se ha realizado- una sencilla ceremonia: Un sacerdote, con una bandeja en la mano, llega el hombre o la mujer, inclina la cabeza y recibe la ceniza en la frente, a la vez que oye las palabras en las que se encierra el dolor y el amor de Dios»: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás»[2].
Y aún con todo, se nos olvida la verdad de nuestra existencia. Y nos llamamos poderosos, fuertes, valientes. Nos creemos dueños del mundo, aunque ese mundo sea el metro cuadrado que pisan nuestros pies.

Por eso, creo yo, es bueno que cada año –cuando comienza la Cuaresma, tiempo de conversión y arrepentimiento– nos digan, desde la sencillez de una corta ceremonia con valor y con fuerza, con claridad y sosiego: No olvides lo que eres: polvo. No cantes victoria a tus empresas, a tus éxitos, a tus logros, a tus triunfos. Porque eres polvo y al polvo volverás.

Ahora, eso sí, sólo los humildes poseerán la tierra. No confundidos con ella, sino por encima. No atormentados en ella, sino victoriosos.

Recordemos, al menos una vez, verdades de «a puño», cosas evidentes.

DN 6 de marzo de 1984
[1] J. A. Abad. M. Garrido Bonaño Iniciación a la liturgia de la Iglesia. Ediciones Palabra, Madrid 1988, El miércoles de ceniza, el rito de la ceniza, pag. 702-704.
[2] Gén. 3,19.

sábado, 20 de octubre de 2007


TESTIMONIO ADMIRABLE


“Y allá, en lontananza, como una estrella radiante, siempre brillando, la luz de la esperanza, el signo del triunfo y del amor: la victoria, la resurrección gloriosa”.


He de confesar que, actualmente, tengo muchos amigos enfermos. Hoy quiero, Al trasluz de mi experiencia, contaros unas sencillas pinceladas, tiempo habrá para narrar otras tantas, de dos de ellos.

El uno vive en la calle Leyre.[1] El otro en la Avenida de Barañain.[2] Los dos, aunque distintos, son buenos amigos. Les visito con frecuencia, cuando puedo, y siempre me reciben con extraordinaria alegría, con una sonrisa en los labios. Solemos hablar de todo, y por eso, nunca agotamos definitivamente el tema; cuando nos despedimos nos deseamos lo mejor, a la vez que prometemos volver a vernos.

Miguel, se llama el de la calle Leyre. Vive desde hace varios años postrado en la cama. No puede levantarse para nada, ni sólo ni ayudado. Siempre le encuentro en la misma posición. Siempre postrado en el mismo lecho. El vehículo de locomoción –su cama– aunque, poco a poco; se va alejando a la orilla de otras tierras, nunca se mueve de su sitio. Siempre en la misma habitación. Horas enteras cantando con su cuerpo y con su alma la constante canción del sufrimiento y del dolor. Días repletos materialmente llenos de pequeñas cruces y de calvarios permanentes.
Y allá, en lontananza, como una estrella radiante, siempre brillando, la luz de la esperanza, el signo del triunfo y del amor: la victoria, la resurrección gloriosa.

Miguel siempre está rezando o sonriendo, que es otra bella forma de rezar. Reza y suplica cuando se encuentra solo, y lo hace por los demás. Por las personas que más quiere: por los niños y mayores: por los que soportan grandes cargas; por los que nunca ha visto ni conocido; por todos, porque a todos llama hermanos.

Sonríe cuando te acercas a su cama. Te contagia con su faz de niño grande. Te lleva, sin quererlo, por los senderos de la resignación y del buen humor. Siempre sonriendo y testificando, con su comportamiento, una profunda fe interior.

Cuando hablo con Miguel, entiendo un poco más las cosas de esta vida. El afán de poder, el dinero y los honores, la vanidad y la vanagloria, la comodidad y la soberbia, el autobombo y la egolatría, se diluyen a los pies de la cama de Miguel, como si fuera una columna de hielo en un caluroso día de verano.

Allí se entiende, perfectamente, lo fugaz de lo terreno; lo absurdo que es sobreponerse al orden de las cosas; lo incoherente que resulta suplantar el orden establecido por el Creador. Junto a la enfermedad se entiende mejor y se comprende con mayor exactitud, el plano de Dios y el plano de los hombres: esta vida y la eterna.

La cama de Miguel es una excelente cátedra de resignación, de fe y de esperanza.
Manolo es el nombre del que vive en la Avenida de Barañain. Lleva también postrado en el lecho muchos años. Tiempo atrás, trabajó mucho; viajó constantemente por las carreteras de Navarra. Ahora, sin embargo, sobrelleva esta limitación, con paciencia, más aún, con alegría.

Es aleccionador visitar a Manolo. El dialogo fluye fácilmente; quizás se deba a que le gusta mucho leer. Los interminables ratos de descanso obligado, los emplea para aumentar su cultura. Le apasiona el mundo lejano de los griegos o de los romanos: sus ideas, fantasías y hazañas. Le entusiasma, sobre todo, el tema de Navarra: sus hombres y sus campos; sus costumbres y sus tierras. Así, entre quejido y dolor, saltan por su lecho distintas páginas del libro de cabecera; entre oración y ofrenda, brincan en su memoria acciones nobles, de los recios hombres de otros tiempos.

Y cuando el dolor se asoma con más fuerza, lo recoge con las largas manos de su espíritu y lo retuerce y lo lanza con fe hasta el cielo, en holocausto de amor.

A Manolo también le gusta escuchar la radio. Esos programas que sintonizan con su situación concreta. Notable atractivo goza, el especial enfermos: «En todo momento»,[3] en el que a veces interviene con su voz y con sus cartas; en el que frecuentemente se le recuerda, por su simpatía y singular entusiasmo.

Visitar a Manolo es llenarse de fuerte coraje; es olvidar, aunque no sea más que por unos instantes la amargura de la vida, y contemplar ilusiones en el cielo; es hablar en otra tesitura; es comprobar que el hombre es un compuesto de alma y cuerpo; es percibir que la materia está por debajo del espíritu; es palpar la conformidad cristiana hecha carne.

No quiero dejar de reseñar, que tanto Miguel como Manolo, a parte de sus ángeles de la guarda, poseen a sus respectivas mujeres que son, para ellos, algo así como seres imprescindibles. De sus servicios podríamos escribir otro día.

«Todo hombre –sea quién sea– es un ser digno, intocable, un cierto fin en si mismo»,[4] leía hace unos días en una publicación navarra. Me acordé de Miguel y de Manolo; también ellos son seres dignos. Sea quien sea, el hombre es un ser abierto a lo sobrenatural y a lo eterno.

Dos enfermos –Manolo y Miguel– entre tantos, nos ayudan a vivir con valentía, la esperanza. Gracias amigos, un saludo y adelante.


DN 17 de enero de 1982


[1] Calle Leyre, en el tercer ensanche de Pamplona.
[2] Avda. Barañain, en el Barrio de San Juan (Pamplona).
[3] “En todo momento”. Programa de radio dedicado a los enfermos, ofrecido en la Cadena Ser, Pamplona y dirigido por José María Calvo de las Fuentes. Terminó, después de permanecer varios años en antena, por causas que no son del caso.
[4] (No hemos podido dar con la fuente de esta cita).

jueves, 18 de octubre de 2007



Madera de nogal

“En ebanistería se suelen emplear maderas finas. Especial importancia tienen las siguientes: El boj, la caoba, el ébano, el jacarandá, el mamey, el nogal, el palo santo, el peral, el roble. Todas maderas duras”.


Aunque el arte de ebanistería se ejerció desde la antigüedad, sin embargo, el vocablo «ebanista»[1] no se empleó hasta el siglo XVII, concretamente en Francia, al parecer se refería al trabajo chapado en ébano. Como en tantas otras cosas, la realidad fue por delante del concepto apropiado de su designación.


En la actualidad el trabajo de ebanistería va unido, casi exclusivamente, a la construcción artesana de muebles. Tiempo atrás, fue labor de ebanista la creación de artesonados y la talla de madera, especialmente a partir del periodo gótico.


En ebanistería se suelen emplear maderas finas. Tienen especial importancia entre ellas, las siguientes: El boj, la caoba, el ébano, el jacarandá, el mamey, el nogal, el palo santo, el peral, el roble. Todas maderas duras.


También el abedul, el álamo, el cedro, el laurel, el tilo. Todas estas son maderas blandas.
El nogal es un árbol de las familias de las juglandales. Su madera es compacta, de color pardo y con vetas. Existen al menos cincuenta especies distintas. Se da esta planta, sobre todo, en Europa, América y Asia.


Cabe destacar dentro de esta variedad el Juglans regia, nogal que se extiende desde el SE de Europa hasta el Himalaya y el Carya olivaeformis de Norteamérica que suministra la madera de Kickoy y las nueces de pecana.


La madera de nogal se apolilla con facilidad si no se la cuida convenientemente. Es por ello que necesita se le preste un esmerado cuidado.


Fue el nogal una de las maderas más usadas en ebanistería antes del descubrimiento de América; después, otras llegaron a competir con ella.


En la Basílica de San Pedro de Roma existen, entre otras muchísimas cosas, 28 confesonarios de nogal, madera dura y recia como pocas.


Si he escrito esta larga y minuciosa introducción, ha sido con el objeto de recalcar un hecho de importancia relevante -ya cuatro veces repetida- cuyo protagonista ha sido Juan Pablo II, el Papa de los gestos «ordinarios con proyección extraordinaria». El hecho: el Romano Pontífice, Juan Pablo II, ocupó uno de esos confesionarios de nogal el pasado Viernes Santo[2].


Confesionario de nogal: una hora y cuarenta y cinco minutos conducido por el Pastor de los pastores de la Iglesia Universal. Todo un ejemplo.


Diecisiete personas arrodilladas a los pies del primer confesor. Un grito de dolor y arrepentimiento en la cima de la barca del pescador.


Qué bien se entienden aquellas palabras de la Bula de Convocación del Jubileo especial, en el 1950 aniversario de la Redención: “Ciertamente los Sagrados Pastores dedicarán, junto conmigo, particular atención a la función insustituible del sacramento de la Penitencia en esta misión salvífica de la Iglesia (...). Y más adelante dice: «A este respecto, exhorto a todos los sacerdotes a ofrecer con generosa disponibilidad y entrega la más amplia posibilidad a los fieles de disfrutar de los medios de la salvación, y para facilitar la misión de los confesores, dispongo que los sacerdotes que acompañen o se unan a peregrinaciones jubilares fuera de su propia diócesis, puedan servirse de la facultades que les han concedido en la propia diócesis las legítimas autoridades»[3].


Benditos confesionarios de nogal, de madera dura y fácil a la polilla. Enhorabuena Santo Padre, porque con tu lección, sencilla y callada, llamas a cada uno de los fieles «al arrepentimiento y al perdón», y a los confesores a la «disponibilidad y a la entrega».
Nogal... confesionario... gesto en Viernes Santo.

DN 18 de abril de 1983

[1] Ebanista: “carpintero de muebles y trabajos finos”, Diccionario general de la lengua española, Larousse, Madrid 2000.
[2] En la tarde del Viernes Santo (día 1-4- 1983) y antes de que el Papa Juan Pablo II saliese hacia el centro de Roma para el tradicional Via Crucis en el Coliseo, estuvo en uno de los confesonarios y durante una hora y media confesó a unos cuarenta fieles. Palabra, n. 1775-1980, Madrid, p. 211.
[3] “Abrid las puertas al Redentor”: Bula de Convocación del Jubileo del 1950 años de la Redención, dada en Roma junto a San Pedro, en la Solemnidad del Señor, día 6 de enero del año 1983. Ecclesia 1983, n. 2112, pags. 168-173.

La escarcha mañanera


“Más pronto o más tarde, la escarcha se va. Siempre sale el sol majestuoso y fuerte que con sus rayos
luminosos y cortantes deshace inexorablemente los puntos de rocío y congelación”.


Escarcha es, en una definición breve de un sencillo diccionario, un rocío de la noche congelado. De una manera menos técnica y un poco más poética: escarcha es un chaparrón nocturno de friura que permanece, en ocasiones, actuando hasta altas horas del día sobre cosas, vegetales y animales.

Si eres madrugador, conocerás de maravilla el semblante blanquecino y alargado de la ilustre visitante mañanera y, sobre todo, habrás sentido sus efectos punzantes y virulentos.
Saltar a la calle, pasar los senderos y plazas o recorrer los caminos del campo, es conocer su presencia y aguijón. Las orejas se encogen aturdidas y las solapas del abrigo se alzan instintivamente con el afán de proteger y guardar los extremos de nuestros sentidos.
También existen escarchas ideológicas. Son pequeñas gotas de pensamiento que descienden lentamente sobre los cerebros de las gentes hasta congelar, al menos en apariencia, la verdad objetiva de las cosas.

Los efectos son: encogimiento, aturdimiento, congelación y desaire, a no ser que te protejas con la caperuza de la prudencia y te autodefiendas con el calor interior de la verdad y libertad.
Pero, más pronto o más tarde, la escarcha se va. Siempre sale el sol majestuoso y fuerte que con sus rayos luminosos y cortantes deshace inexorablemente los puntos de rocío y congelación.

También en el aspecto de las ideas existe el sol de la verdad. Y siempre pasan los errores y manipulaciones, volviendo a brillar la luz interior y el resplandor exterior de la alegría.

Cuando somos sencillos y limpios de corazón, cuando construimos la paz y amamos la vida en todas sus estaciones, cuando luchamos por la justicia y no buscamos la venganza, cuando abrimos las puertas al bien y no perdemos la esperanza, cuando apoyados en el ejemplo de nuestros mayores construimos los lazos de la amistad, entonces, con el sol del amor y la claridad de la verdad, estamos deshaciendo la escarcha del odio y la mentira, la escarcha del conformismo y materialismo, la escarcha de la trapisonda y de la falsedad[1].

Es aconsejable protegerse de la escarcha mañanera y de la escarcha de las ideas vacías de sentido común y trascendente, por lo peligrosas que ambas son, pero sobre todo de esta última, que puede congelarte para siempre.

En estas mañanas de invierno, crudo y seco, es conveniente arroparse. En estos tiempos, de confusión y de desbarajustes, no viene mal andarse con cuidado.

DN 16 de enero de 1983
[1] Mt. 5, 1-12.

miércoles, 17 de octubre de 2007


EL DRAGÓN DEL PRÍNCIPE


“El artista empleó para hacerlo tablas de haya, clavos, paño de lienzo, cola, barniz, cuerdas, cera, varillas de hierro, papel, cuero de becerro, etc., etc”.

Han pasado los Reyes Magos por Pamplona como todos los años: generosos, dadivosos, espléndidos. En cada casa, junto al calor del corazón de miles de niños y de niñas, ingenuos, sencillos, confiados, han depositado los más variados dones y presentes.

La chiquillería a pesar de que el seis de enero comenzarían de nuevo las clases, ha tenido tiempo de sacar sus juguetes al sol y al viento y disfrutar con algazara de las risas de la ilusión.
Las calles en este mes de enero huelen a juguetes y a rebajas; a muñecas de viejo trapo y a los modelos más sofisticados; a metralletas, a tanques, a soldados en pie de guerra; a camiones con remolque y a trenes y coches dirigidos con mandos a distancia.

Los trastos y trebejos son instrumentos para divertirse y para aprender; para emplear los ratos de ocio con sentido y para prepararse para la vida futura.

Al niño –también al mayor– el juguete le atrae, le fascina, le entretiene y le retiene. Por eso, tanto más le gustan los trastulos cuanto más le permiten realizar exploraciones difíciles en sus entrañas de metal o de madera; tanto más le deleitan los pasatiempos cuantos más ruidos extraños y raros emitan; tanto más le subyugan los pequeños juguetes cuantos más colores variados reflejen; tanto más le embelesan los regalos cuantas más enrevesadas dificultades encierren sus entrañas.

Al niño le llama la atención el instrumento que le permita ejecutar nuevas figuras; realizar desconocidas estructuras; montar tinglados originales. Los juguetes deben ser, ni tan difíciles que nada se entienda, ni tan fáciles que nada interese. Deben mostrarse en un término medio; objetos que sean capaces de despertar la imaginación del pequeño aventurero y factibles a las manos torpes del aprendiz de pocos meses.

Nos explicamos que el Príncipe Carlos, entonces joven de doce años, pidiera, el 1433, un dragón como regalo de Navidad o de Reyes.[1]

“El dragón –apunta el cronista– es un animal con el cuerpo y cola de cocodrilo, la cabeza y los pies de águila y la lengua terminada en dardo”[2]. Animal espantoso, pero atrayente al espíritu juvenil.

La historia dice que «seguramente el capricho partió del propio príncipe, que no se contentaba por lo visto con cualquier infantilidad, sino que quería algo fuerte, sensacional, de “suspense”.[3] Sin embargo, el encargo original y terrorífico venía de su propia madre doña Blanca, según reza en el libro de cuentas correspondiente a aquel año: «los quoales han seydo tomadas o distribuidas por mano de Gabriel del Bosch, pintor, en fazer un dragón que por nuestro mandamento eill a fecho, para en servicio et plazer del principe don Karlos, nuestro muy caro et muy amado fijo, en nuestra ciudad de Tudela».[4]

El artista empleó para hacerlo, tablas de haya, clavos, paño de lienzo, cola, barniz, cuerdas, cera, varillas de hierro, papel, cuero de becerro, etc.

El precio del famoso dragón de Tudela fue bastante elevado, como lo son los juguetes que hoy y ahora regalan los Reyes a los niños. “Podremos –dice el texto– fijar en unas 7.000 pesetas el coste del famoso dragón” [5]

Como se puede apreciar por la variada mezcla de componentes, el regalo del Príncipe era un juguete lleno de curiosidad y de fantasía; de emoción y de misterio. Lo mismo que hoy, al niño de ayer, le gustaba el juguete llamativo, majestuoso, entretenido, incierto.
Lo mismo que ayer, hoy también los padres encargan sus peticiones a los Reyes Magos; con el fin de llenar el corazón inquieto y ávido de sus hijos.

Los padres son, siempre fueron, reyes de su propio hogar. Los padres gozan, disfrutan con la alegría de los pequeños de la casa. Se divierten con las distracciones de sus hijos. Los mayores, en estas fechas pintadas de misterio, recuerdan con placer su infancia. Y gozan por los ojos de emoción que abren los niños ante el regalo desconocido, misterioso, llenas de alborozo y de júbilo sus almas.

El niño es feliz porque tiene la suerte de ser niño agraciado. Los padres son felices porque se les brinda la ocasión de hacerse un poco como niños.

Las calles de enero están llenas de juguetes y de niños. Los corazones de los padres rebosan de generosidad y de satisfacción.

Nosotros hemos pedido a los Reyes Magos de Oriente que no falten niños, ni juguetes.

DN 25 de enero de 1981

[1] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, Tomo III, El dragón del Príncipe o el regalo de Navidad, Pamplona 1979, editorial Aramburu, Pamplona 1979, p. 15-16.
[2] idem, p. 15
[3] idem, p. 15.
[4] idem,.p. 15.
[5] idem ,p. 16.

lunes, 15 de octubre de 2007

http://altrasluzunaformadeverlascosas.blogspot.com/

EL POCICO DE SAN CERNIN


“Las calles y las gentes de la vieja Pamplona
saltaron de júbilo y de entusiasmo,
ante la convincente predicación
del obispo Saturnino.”


Al conmemorar, una vez más, el Bautismo de Jesús en las aguas del río Jordán, me vino a la memoria, con fresca espontaneidad, la existencia del “Pocico”, rincón de larga tradición cristiana entre nosotros.

Cuentan los historiadores, que las estrechas calles y las nobles gentes de la vieja Pamplona saltaron de júbilo y de entusiasmo, ante la convincente predicación del obispo Saturnino. Y que a los pocos días de iniciada su evangelización, ante la admiración de propios y extraños, el recio prelado de Toulouse bautizó a unos cuarenta mil gentiles, entre los que se encontraban el Senador Firmo, familiares y lo más granado de la urbe, con las aguas del venerable Pozo, junto al cual se cree se erigió la primera iglesia de la ciudad.[1]

Y desde entonces –no entramos en la datación histórica del suceso–, innumerables bautismos se han administrado en Navarra, en una interminable avenida señalada, cual si de árboles frondosos se tratase, por hombres y mujeres marcados en su alma con el signo imborrable del carácter bautismal.

Pero hagamos un poco de historia[2]. La costumbre de bautizar a los niños –llamados a ser hijos de Dios– surgió según nos cuenta Orígenes en la época apostólica. Se afirmó y se generalizó al final de las persecuciones.

En el s. III los novacianos, consecuentes con sus falsos principios de que no pueden perdonarse los pecados cometidos después del Bautismo, dilataron su recepción casi hasta la hora de la muerte. En esta línea influyó también el temor a las duras penitencias públicas, impuestas para el perdón de algunos pecados.

En el s. X y XI, los albigenses, rama de la herejía cátara de origen maniqueo, plantearon la nulidad del Bautismo de los niños y la necesidad de volver a bautizarlos al llegar al uso de la razón. Esta tesis fue condenada por el Concilio de Verona.
Más tarde, en el s. XVI, los anabaptistas negaron también la necesidad del Bautismo de los niños, ya que según ellos, la comunicación de la gracia a los hombres se hace directamente por Dios, sin actividades eclesiásticas institucionales.

El replanteamiento actual de Bautismo de los niños, tiene su origen en el teólogo protestante Karl Barth, que desde 1943 se pronunció contra esta tradición cristiana, removiendo de nuevo viejos errores, ya condenados.

Posteriormente se han multiplicado los argumentos antropológicos y sociológicos, que con frecuencia se contradicen entre sí. Se dice, por ejemplo, que el Bautismo representaría sólo un formulismo social, un puro compromiso familiar, un rito de carácter mágico. Puede suceder, pero un abuso práctico no debe llevar a cambiar los principios doctrinales, sino más bien, a esforzarse por dar al Bautismo su auténtico contenido, resaltar su valor sacramental y las responsabilidades ciertas en que incurren los padres, al solicitar para su hijo el Bautismo.
Es cierto que Dios llama a todos los hombres para que formen parte de la Iglesia. Pero la respuesta ha de ser libre y racional. Y como el niño –dicen otros– carece de capacidad decisoria, la administración del Bautismo de esta forma se presenta como un atentado a su libertad.
Según este criterio, alimentar o vacunar a los niños sin contar con su previa aprobación o quizá a pesar de su llanto, sería coartar su libertad. En cualquier caso, negar el Bautismo supone igualmente disponer de una voluntad no manifestada. Además, en todas las legislaciones se protegen los derechos de los menores, incluso de los no nacidos. La reivindicación de estos derechos está encomendada a los padres. El derecho de pertenecer a la Iglesia a través del Bautismo, puede igualmente ser ejercitado por los padres en nombre del menor.

La necesidad del Bautismo para salvarse, ha sido definida como dogma de fe por la Iglesia. Es cierto que la voluntad amorosa y la omnipotencia de Dios pueden salvar a niños que no hayan recibido el Bautismo. Pero la gran manifestación de esta voluntad salvífica de Cristo es precisamente su Encarnación redentora y el que nos dejase los sacramentos como “signos de vida” sobrenatural. Y no resulta muy explicable argumentar contra la oportunidad de un sacramento, manifestación explícita de esta voluntad salvífica, en nombre de esa voluntad genérica. Sería como prohibir la medicina porque existen los milagros.[3]

El “Pocico” de San Cernin de Pamplona, sigue siendo un símbolo.

DN 15 de enero de 1980

[1] Manuel Iribarren, Navarra, ensayo de biografía, Editorial Nacional, Madrid 1956, pp. 88ss.
[2] J. A. Abad Ibáñez- M. Garrido Bonaño, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Ediciones Palabra, Madrid 1988, p. 148-158ss.
[3] Catecismo de la Iglesia, n. 1257-1261, p. 356-357. Nueva edición conforme al texto latino oficial. Asociación de editores del Catecismo, Madrid 1999.

domingo, 14 de octubre de 2007

Diccionarios

http://w3.cnice.mec.es/diccionarios/index.html

El barrendero de la calle

Autor: Jose María Calvo de las Fuentes

“Le tengo envidia al barrendero porque su trabajo es humilde y es sencillo. Con su escobón de gallo, cual bisturí en sus manos, no mata a seres indefensos sino que recoge pacientemente la basura del día y de la noche”.

El barrendero madruga todos los días. Todavía no ha nacido el sol, ni la luz de las farolas municipales se han guarecido en sus cavernas de la oscuridad, cuando el fiel barrendero ha realizado ya parte de su trabajo. El siempre «va riendo», alegre el corazón y yerto el rostro en esas mañanas crudas de invierno. Casi nadie le decimos adiós, por no distraerle en su oficio precioso.

Si he de decir la verdad, tengo envidia de esos hombres vestidos de azul y de esperanza, que limpian nuestras calles de inmundicias y residuos y le dan brillo a nuestros pasos, cada día.
El barrendero es un ser callado. Vive muchas horas para adentro. De vez en cuando silba la última canción, despacio y suave, para no despertar a los que duermen a lo largo de su parcela y de su finca. A ratos mira al horizonte, oculto entre ruidos de motores, sombras de edificios y conversaciones en flor.

Y le tengo envidia al barrendero porque su trabajo es humilde y es sencillo. Con su escobón de gallo, cual bisturí en sus manos, no mata a seres indefensos sino que recoge pacientemente la basura del día y de la noche, con el fin de que no tropecemos al amanecer en la miseria de nuestras vidas.

Le tengo aprecio al barrendero, porque con su escoba de urce, no firma leyes injustas en la cartulina de la sociedad que llevan a los hombres a la ruina y a la miseria, sino que escribe, con rasgos gruesos y valientes, la escritura de la limpieza, la pulcritud, la nitidez, la verdad, en este mundo de los hombres que tanta falta tiene de un límpido y diáfano comportamiento.

Le tengo estima al barrendero, porque procura, poco a poco, casi con sigilo, misteriosamente diría yo, recoger la basura, amontonada en las horas transcurridas desde la última operación con idéntico sentido, y no saca, al aire, los trapos sucios y las miserias de sus actos, fanfarroneando de sus errores, crímenes y desatinos, cual si fueran acciones dignas de aplauso y de encomio[1].
Cada mañana, cuando contemplo al barrendero que, con su escoba de brezo, borda la porción de terreno encomendado, con el cariño con que una madre lava a su bebé, con el valor con que la enfermera atiende a la criatura que acaba de nacer, con la delicadeza con que la religiosa limpia la baba del anciano, con la finura con que el artista mima su obra en la soledad de su estudio, no puedo por menos de musitar, en mi interior, una alabanza.

Por contra, me duele el corazón y el alma, pensando en cuántos pingamos el interior de nuestra vida con lamparones sucios, en cuántos tiznamos nuestra sociedad con comportamientos egoístas, en cuántos llenamos de herrumbre nuestra historia con decisiones incongruentes e inmorales.

No puedo por menos de tener una santa envidia al barrendero que limpia nuestro camino y aplaudir su trabajo mañanero y silencioso.

DN 23 de enero de 1983

[1] Cfr. Manuel Martín Sánchez, Diccionario del español coloquial (Dichos, modismos y locuciones populares). Tellus, Madrid 1997, p.455. Existen algunas expresiones sobre el barrer menos positivas. Sirvan como ejemplo estas tres: barrer lo que ve la suegra, significa limpiar sólo superficialmente; barrer para casa, favorecer el propio interés de forma parcial; barrer para o hacia adentro, comportarse interesadamente.

sábado, 13 de octubre de 2007

http://palmera.pntic.mec.es/


José María Calvo de las Fuentes.

Nacido en Villasarracino (Palencia), el 10 de mayo de 1938. Ordenado sacerdote en 1963, inició el ejercicio de su ministerio sacerdotal en Barruelo de Santullán, Cillamayor y Matabuena (Palencia). En 1967 comenzó los estudios de Licenciatura en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Obtuvo el grado de Doctor.
Más tarde realizó los estudios de Licenciatura en la sección de Periodismo ( Universidad de Navarra). Durante algunos años fue profesor de Religión y ejerció su labor pastoral en las Parroquias de San José y Santa Teresa de Jesús (Pamplona). Colaboró en la SER y en la COPE. Actualmente trabaja en la Oficina de Información de las Facultades de Estudios Eclesiásticos de la Universidad de Navarra.

YRecuerdos del Campo Y
"Recuerdos del Campo", donde realiza una descripción minuciosa de las faenas agrícolas. Compuesto por quince romances, basados en las vivencias obtenidas a lo largo de las distintas etapas de su vida, en los campos de nuestra querida tierra.
UVillasarracino, distante de río caudaloso, o célebre monte U
JOSÉ MARÍA CALVO DE LAS fUENTES, sacerdote y periodista. Una de las personas más interesadas y estudiosas de la reciente historia de nuestro querido pueblo, entre sus numerosos libros se encuentra uno dedicado a Villasarracino, "Villasarracino, distante de río caudaloso, o célebre monte." donde hace un recorrido por la historia, usos, costumbres, experiencias, vivencias, recuerdos y tradiciones populares de este singular pueblo castellano. Quiero agradecer su colaboración y aportación a la mejora de esta sencilla página y poder dar una mayor información a todos los interesados. A continuación adjunto unos artículos del libro citado anteriormente, que iré cambiando en el transcurrir del tiempo.


RECORDANDO “A LOS BRÍGIDOS”
C
uentan los mayores del pueblo que hace más de medio siglo, se refería en Villasarracino el siguiente dicho: “Brígida, María y Blás, los tres días guardarás”. Más tarde, por distintas razones –dicen–, se cambió en este otro: “Brígida, Blas y María, no guardarás más que un día”. No es mi intención descubrir el posible origen de estos dichos y mucho menos analizar las razones del cambio. Si los he citado, ha sido, simplemente, para recordar aunque sea brevemente, las fiestas que el día de Santa Brígida celebraban los mozos del pueblo –se les conocía como “los Brígidos”– que dos años mas tarde servirían a la Patria. Pasadas las fiestas navideñas, el que haría de “Chivín” –en otros lugares de la provincia palentina se le dice “chivorra”– sacaba del baúl la vieja “birria” heredada de los mozos del año anterior. Los pequeños o grandes rotos que siempre existían, se remendaban con trapos de los más pintorescos colores, cuanto más chillones y llamativos mejor. El día 31 de enero comenzaban a celebrar la fiesta. Recorrían las calles del pueblo, portando algunos de ellos cestas en sus manos: una pequeña y otra más grande. Todos vestían trajes ordinarios, sólo el “Chivín” llevaba una túnica de colores conocida con el nombre de “birria”. En otros pueblos de Palencia, se entiende por “birria” según dice F. Roberto Gordaliza en su “Vocabulario Palentino” al “personaje que baila delante de los danzantes”. Mientras los componentes del grupo llamaban a las puertas de las casas para pedir la colación: aguinaldo de huevos, patatas, longaniza, etc. y también dinero, el “Chivín” perseguía a los chiguitos que le tiraban bolas de barro o de nieve; éste si llegaba a alcanzar a alguno le golpeaba con la estoca, “palo con unos trapos que valía –según apunta Gordaliza en la obra citada–, para perseguir a los chicos el día de los quintos y salpicarlos, mojándolo previamente en un charco. (Villasarracino)”. Con los alimentos y dinero recogidos se organizaban tantas meriendas como fuera posible hasta terminar las provisiones. Allí, en la casa de uno de los mozos, no faltaba ni el vino, ni la canción, ni el jolgorio, ni la “bullanga”. Luego se daba una vuelta por el pueblo al son del tamboril, del acordeón y las guitarras, para finalizar, otra vez en casa, con una entretenida partida de cartas a la que podían asistir también los mozos veteranos. Luego, cuando llegasen los días malos de la monótona instrucción, de las guardias de las frías noches o el zafarrancho del cuartel, tal vez “los Brígidos” recordarían aquellas horas vividas en el pueblo y dirían socarronamente con el viejo refrán “y ahora que nos quiten los bailado”. Esta vieja fiesta, no sé por qué razones, se ha ido perdiendo. Ahora no existe. Tal vez la emigración de muchas familias a la ciudad, la disminución de jóvenes en el pueblo, hizo poco menos que imposible organizar el jolgorio y el ambiente que esta fiesta entrañaba. Quede constancia para la posterirdad, en este breve escrito, de la celebración de la fiesta que “los Brígidos” realizaban en Villasarracino el 1 de febrero, día de Santa Brígida, aquella fundadora de cierta orden religiosa, patrona de Irlanda y que muriera, en el año 525, con la alegría de los santos. ///... El Diario Palentino, 16 de enero de 1991

domingo, 7 de octubre de 2007

PRÓLOGO

Cada mañana, durante un año litúrgico, es decir, de Adviento a Adviento, acudí animoso y resuelto al pozo de la Palabra de Dios, con el propósito de llenar mi alma —viejo cántaro de barro—, del agua que, al decir de Jesús a la mujer Samaritana, “salta hasta la vida eterna”.
Puesto en la presencia de Dios, leía despacio el texto evangélico correspondiente a la Misa del día. A continuación, empujado por la fuerza del Espíritu, iniciaba un diálogo sencillo y abierto con el Señor. Consistía este diálogo, unas veces, en repetir, sin ruido de palabras, las mismas ideas contenidas en la lectura del texto evangélico que acababa de realizar. Otras veces, radicaba en formular sencillas preguntas al Señor a la espera de una solución concreta. En ocasiones, gravitaba simplemente en mostrar mi asombro ante las respuestas que ofrecían algunos personajes que aparecían en el texto. En realidad, mi diálogo personal con el Señor no era otra cosa que un eco de la Palabra de Dios leída y que de distintas maneras golpeaba en mi alma.
Y mientras a solas, trataba de todas estas cosas con el Señor, iba escribiendo a bolígrafo, con letra de trazos regulares, en hojas sueltas que disponía extendidas sobre mi mesa, blancas en su cara principal y usadas en su envés, papel de deshecho, lo que el Espíritu me sugería y que podrás leer más adelante.

El lugar de esta escucha, diálogo y escritura, fue siempre mi habitación personal. Mi habitación está presidida por un cuadro de la Virgen María y el Niño. En el cuadro aparece la Virgen sentada sobre un poyo o sencillo estrado. Sobre las rodillas de la Virgen está el Niño Jesús, de pie. La Madre sostiene ligeramente con la mano derecha el cuerpo del Niño y con la izquierda recoge sus pies descalzos. Por su parte, Jesús acaricia con su mano derecha, suavemente, el rostro de su Madre; la izquierda la tiene oculta detrás del cuello de María que con mirada dulce agradece la protección recibida. El vestido que lleva la Virgen es de color rojo y sobre él porta un manto marrón. El Niño viste una sencilla veste color ocre que llega hasta las rodillas. El fondo del cuadro es de color teja; tiene dos sencillos adornos en la parte alta y va recuadrado en negro. Sus exteriores son dorados. La firma del autor, Casajurio, está colocada en la parte derecha, abajo.
Así, día a día, cántaro a cántaro, bajo la mirada bondadosa de María y el natural asombro del Niño, he ido dialogando con el Señor sobre temas fundamentales que los textos evangélicos me ofrecían: la existencia eterna del Verbo de Dios; la figura del Mesías prometido y esperado durante siglos; el Hijo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen María; el Niño Jesús nacido en Belén: adorado por María, su Madre; por su padre adoptivo, José; por los sencillos pastores de Judea; por los sabios llegados de Oriente; las incomodidades vividas por la Sagrada Familia: en su huida a Egipto, en su asentamiento en Nazaret; la vida oculta de Jesús: fiel cumplidor de la Ley; enseñando en el Templo a los doctores; obediente y sumiso a sus padres; trabajador escondido en el taller de José; bautizado por Juan en el Jordán, tentado en el desierto por el diablo, ....

En otras ocasiones, el diálogo discurría sobre aspectos concretos de la vida del Señor: predicador por ciudades y aldeas de Palestina; israelita observante que acude a la Sinagoga a escuchar las Escrituras; cumplidor de la Ley que llega al Templo a rezar; buen amigo que visita a sus amigos; maestro que habla con autoridad a las multitudes que le siguen; consejero que se defiende de quienes tratan de cogerle en alguna contradicción; pedagogo que adoctrina con paciencia a sus discípulos y conversa a solas con ellos; guía y pastor que se dirige a los hijos de Israel y no se olvida de los que viven en países extranjeros.

Otros días, en la conversación mansa y apacible con el Señor, me fijaba en facetas destacadas de la figura del Señor que aparecían en los textos escogidos de la Palabra de Dios. He aquí algunas: Cristo predicador incansable; hombre entregado a la oración; buen samaritano que acoge a los relegados en el camino; médico atento, pronto a curar y a perdonar a los paralíticos colocados a sus pies; taumaturgo dispuesto a expulsar demonios de las personas atormentadas por malos espíritus; servidor compasivo con los enfermos de cualquier dolencia, con los necesitados de cualquier ayuda; cirineo presto a ayudar a los golpeados por el dolor, por la angustia, por el pecado.

Textos de especial interés en el diálogo fueron los que hacían referencia directa a aspectos del Señor, Camino, Verdad y Vida: Cristo el hombre que pasó por la tierra haciendo el bien; que urgió a todos sus oyentes a la penitencia; que instó a todos a tomar su cruz y seguirle; que llamó a sus discípulos a ser sus apóstoles; que prometió la felicidad y la bienaventuranza a los pobres y a los humildes; que enseñó a los hombres a alabar a Dios, a pedirle con confianza gracias y favores, a amar a los demás, a perdonar, a ser veraces, a ser nobles, justos, sacrificados...
Hoy puedo afirmar, con inmensa satisfacción y santo orgullo, que a través de esos diálogos sencillos, confiados, auténticos con el Señor, llegaron hasta mi alma —viejo cántaro de barro—, claras enseñanzas, instrucciones concretas, orientaciones precisas, advertencias útiles, determinados consejos, pautas importantes de conducta, modos claros de actuar. Algunas directas, otras llegadas de modo indirecto.

Y, poco a poco, fue calando hasta en el fondo de mi espíritu el mensaje anunciado por el Señor: en la barca atracada en las aguas; en el monte de las Bienaventuranzas; en la orilla del mar de Tiberíades; junto a las aguas del lago de Genesaret; en la Sinagoga de Nazaret; junto a las murallas del Templo de Jerusalén, en la casa de Zaqueo; en el hogar de la suegra de Pedro; en el camino hacia Cafarnaún; a la vera de los sembrados; junto a la higuera estéril; de paso a la ciudad de Tiro o de Sidón; en la posada de la aldea de Emaús; en la intimidad del Cenáculo; desde el trono grandioso de la cruz; desde la nube espesa que le oculta en su ascensión a los cielos.

Por todo lo cual, bien puedo afirmar que a través de estos agradables ratos de escucha y de plegaria, de diálogo y de silencio, de examen y de propósitos, de modo normal, he podido conocer con mayor profundidad el admirable don de Dios; he logrado aumentar mi amistad con el Maestro; he procurado fijar mejor su mensaje, comprender con más claridad las exigencias de su doctrina; y he podido comprometerme con mayor exigencia en extender este mensaje entre todos los hombres.

¡Cuántas veces, a lo largo de este año, han venido a mi memoria las palabras que Jesús dirigió a la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, Tu le habrías pedido a él y él te habría dado “agua viva”; y aquellas otras dichas por el propio Jesús: “el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (San Juan, 4, 10. 14)!
¡Y cuántas veces también he recordado la sabia indicación que hacía Santa Teresa de Jesús, la andariega castellana, a sus monjas animándoles en la ardua tarea de ser almas de oración: “la oración es tratar de amistad con áquel que sabemos nos ama”!

El presente libro consta de siete capítulos, correspondientes, por una parte, a los seis tiempos del Año Litúrgico: tiempo de Adviento; tiempo de Navidad; tiempo ordinario (I)[1]; tiempo de Cuaresma; tiempo de Pascua; tiempo ordinario (II)[2]; y por otra, un capítulo más en el que aparecen algunas solemnidades del Señor, fiestas de la Virgen María, de San José, de Apóstoles y de otros santos, variables en cuanto al día de la semana.

El objetivo que me he propuesto al publicar estas “Hojas sueltas”, es doble: en primer lugar, facilitar la lectura diaria de la Palabra de Dios; en segundo lugar, ayudar a iniciar un diálogo sencillo y confiado con el Señor.

De ahí, su estilo coloquial, sencillo, de frases cortas, de giros entrecortados y de simple estructura: un texto evangélico que convendrá leer despacio (cuando leemos Dios nos habla); y material para un dialogo familiar, confiado con el Señor (cuando hablamos rezamos a Dios), que podría servir como guía.

Los textos del Evangelio y las citas textuales del Evangelio aparecen en letra cursiva, sin comillas; otras citas textuales, aparecen entrecomilladas y las citas no textuales, con una sola comilla.

Si después de conocer estas Hojas sueltas. Palabra y Diálogo, te decides a leer, aunque sean cinco minutos diarios, el Evangelio y a dialogar con el Señor algunos minutos cada jornada, me daría por satisfecho.

José María Calvo de las Fuentes

[1] Este tramo primero del tiempo ordinario, Ciclo B, año 1999 que es el que hemos seguido, comienza con el martes de la primera semana de Tiempo Ordinario y termina con el martes de la sexta semana.
[2] Este tramo segundo comienza con el lunes de la octava semana de Tiempo Ordinario y finaliza con la semana XXXIV. Al final se ofrecen dos anexos: uno con las citas de los textos evangélicos leídos cada día, y otro, las mismas citas ordenadas por evangelistas.

sábado, 6 de octubre de 2007

INTRODUCCIÓN

Introducción



El origen de este libro empezó así:

Era yo, por entonces, Profesor de Religión en el Colegio Irabia, situado entre el creciente Municipio de Burlada, en el término “La Morea”, y el extenso barrio de la Chantrea (Pamplona). Colaboraba también, los sábados y domingos, en la Parroquia de San José, ubicada en este mismo barrio. Había terminado, recientemente, la tesis doctoral en Sagrada Teología en la Universidad de Navarra.

Movido por una innata afición a escribir, y empujado por un fiel amigo, un buen día –han pasado ya dos décadas–, me propuse conectar con el Diario de Navarra, periódico local, en aquellos tiempos, como ahora, de gran tirada, con el fin de ejercitar esta personal aspiración.
La cosa resultó relativamente fácil. Y así, a finales de enero de 1980, inicié mi primera colaboración periódica. Me propuse como objetivo: proporcionar a los posibles lectores de este nuevo espacio, breves temas para la reflexión, salpicados con curiosas pinceladas históricas. Para ello, utilizaría dichos o leyendas, con preferencia referidos a comarcas geográficas de Navarra o relacionados con sus gentes. Al final del escrito insertaría siempre un sobrio mensaje. Así de concreto y así de sencillo, era el proyecto que pretendía realizar y que de hecho realicé durante varios años.

El estudio, la lectura, el seguimiento de las noticias diarias y, sobre todo, la observación de los comportamientos de las gentes con las que me rozaba, fueron las principales fuentes de las que me serví para elaborar aquellos escritos. Utilicé para redactarlos, mi vieja máquina de escribir “Hispano Olivetti”.

Para cabecera de este nuevo espacio, había seleccionado dos títulos: el mirador y Al trasluz. Me gustaba “el mirador”, lugar elevado, desde donde poder ver los hechos y los acontecimientos –la vida– con cierta visión global y poder comentarlos. El Diccionario de Real Academia Española me ofrecía esta definición: “mirador, lugar alto y bien situado para observar o contemplar un paisaje”. Y bien que se acomodaba el proyecto con el vocablo.

El otro posible título era “Al trasluz”, ver las cosas a través de lo dicho o vivido en otros momentos, por otras personas, desde otros puntos de vista. El Diccionario de la Real Academia Española también me ofrecía su definición: “Al trasluz, dícese de la manera de ver o mirar una cosa, estando ésta entre la luz directa y el ojo del que mira, de modo que se transluzca o transparente”. También tenía enjundia el vocablo.

Finalmente me decidí por el segundo “Al trasluz”.
Y “Al trasluz” estuve escribiendo durante casi un lustro; sin periodicidad fija, con extensión desigual y con argumentos que fueron surgiendo de hechos concretos, de noticias recientes, mezclados con dichos, historias, leyendas especialmente de tierras navarras. Entre bromas y veras, escribí más de cien colaboraciones.

Apenas eran publicados en el periódico, inmediatamente, los recortaba. Aunque antes de guardarlos en mis carpetas archivadoras, hacía con ellos una nueva lectura a mis padres. Ellos, en ocasiones, con total naturalidad, me pedían les explicase una palabra difícil, les comentara alguna frase complicada o simplemente les repitiera la anécdota o sucedido allí narrado. A continuación, pegaba estos recortes cuidadosamente en un folio en blanco, no si antes anotar —no siempre lo hice—, día, mes y año de su aparición.

Por motivos de trabajo, me vi obligado a abandonar esta colaboración. El espacio “Al trasluz”, siguió figurando durante un buen tiempo en el Diario de Navarra. Lo firmaba un joven periodista, llamado Santiago Mendive. Más tarde, desaparecieron de las páginas del Diario de Navarra el título “Al trasluz” y la firma del periodista.

Ahora, transcurridos veinte años, me propongo publicar aquellos escritos “Al trasluz”. No sólo los que vieron la luz, sino también los que, por razones que no son del caso, no fueron publicados. Y los presento, agrupados en cinco capítulos, titulados: todo tiene arreglo; por un mismo cauce; el mejor reportaje; lazos de amistad; y nuevos surcos, bajo el rótulo general: “Al trasluz, una manera de ver o mirar las cosas”.

En el primer capítulo, “Todo tiene arreglo”, se incluyen treinta y siete escritos que vieron la luz en el año 1980. Por esas páginas desfilan asuntos tan locales como el “pocico” de San Cernin, el encierro, desde el callejón; otros hacen referencia a leyendas de pueblos navarros, por ejemplo, por no señalar más que algunos, el niño y las abarcas, la serpiente de fuego, el petril del muro o el curandero de Lerín; también aparecen algunos artículos que recogen la actualidad de aquel momento, tales como: el hombre moderno, el hogar en Navarra, al soslayo de las Olimpíadas, los palos del cardenal, etc.; otro conjunto puede agruparse dentro de la denominación vivencias personales, por ejemplo: millones de árboles, el viejo minero de mi tierra, todo tiene arreglo, y otros.

En el segundo, titulado “Por un mismo cauce”, se recogen treinta y cuatro estampas “Al trasluz”, publicadas durante el año 1981. Vuelven a aparecer temas locales, como la vieja tabla de la Catedral, en aguas del Arga, interés por Pamplona; tienen cabida especialmente en este capítulo, apartados sobre leyendas de pueblos, por ejemplo, unión de dos mares, el dragón del príncipe, la vieja iguala de Valtierra, la cruz de Inza, etc. Sobre materias de actualidad cabe destacar: acertada medida alemana, está usted muy gordo, cuestiones fundamentales, y otras. Tampoco faltan títulos que aluden a vivencias personales, por ejemplo, por un mismo cauce, junto al silencio, el peluquero pintor y el pequeño pueblo de Miro.

En el tercer capítulo, titulado “El mejor reportaje”, se agrupan veinte artículos “Al trasluz”. Todos publicados a lo largo del año 1982. En este apartado, no se encuentran tantos textos con marcado tinte localista como en los anteriores, pero sí se señala alguno, por ejemplo: la puerta y la plaza de San José; tampoco son muchos los referidos a leyendas o historias de pueblos navarros; entre ellos, cabe citar Corella la bella, el pleito del vascuence; más abundantes son los que se refieren a la actualidad del momento, por ejemplo: testimonio admirable, el andariego de Dios, el mejor reportaje; y también son varios en los que se mencionan vivencias personales, por ejemplo, una poda al año, la vieja componedora, el anciano y el niño, el pequeño árbol.
El capítulo cuarto, titulado “Lazos de amistad”, es más breve, en total son quince los artículos recogidos; todos ellos vieron la luz el año 1983. Aun dentro de su brevedad, también están presentes los argumentos locales como el pañuelico rojo; sobre leyendas de pueblos navarros, figura, Enrique y Juan Labrit; hay más escritos sobre asuntos de actualidad, de los que citaremos el viajero de la paz, madera de nogal, volver al Catecismo; y también son varios los que tratan sobre vivencias personales, por ejemplo la escarcha mañanera, el barredero de la calle, hojas de otoño y calles llenas de futuro.

El capítulo quinto en extensión, es el más breve: veintiséis artículos. Lleva por título “Nuevos surcos”, todos estos artículos están fechados en el año 1984 o no consta la fecha de su publicación; algunos, aunque fueron escritos para ser publicados, no vieron la luz pública hasta ahora. Como es habitual los hay que inciden en motivos locales, por ejemplo plazas de toros, pobre de mí; sobre leyendas de pueblos, está el titulado ermitas de Navarra; de actualidad figuran, conocía su sentido, con las mejores galas; y sobre vivencias personales pueden citarse, del polvo de la tierra, nuevos surcos, se cruzan los caminos y con nuevo empuje.

El esquema de cada uno de estos artículo, –como hemos dicho más arriba–, primeramente estaba estructurado sobre una frase, un dicho o una leyenda insertas dentro del escrito. Ahora la frase figura al inicio de cada artículo y en distinta letra. Sigue después el texto completo, como antes, apoyado con algunas citas; y permanece también, señalado en negrita, el mensaje final.
Cuando escribí estos artículos para ser publicados en el Diario de Navarra no creí necesario tomar ni ofrecer las fuentes de las que habían sido tomadas las citas empleadas. Ahora, si me ha parecido oportuno ofrecerlas. La consecución de estas fuentes ha sido para mí, un trabajo costoso y laborioso. Pero también me ha proporcionado una enorme satisfacción, semejante, creo a la que experimenta el buscador de tesoros al hallar uno de gran estima.

Por eso, no es de extrañar que con frecuencia haya venido a mi mente la página evangélica sobre la perla y el tesoro: “el Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo. Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra” (Mat. 13, 44-46).
Aunque al final, no he podido localizar las fuentes de todas las citas –algunas son referencias generales, simplemente descriptivas–, si lo han sido en su gran mayoría. De un total de 300 citas que figuran en el libro, sólo 7 no he podido verificar.

Finalmente, para facilitar una mayor utilización de esta publicación, al término de cada artículo, he añadido la referencia al día y mes en el que fueron publicados, y al final de todos, tres breves anexos: lista de autores, voces, índices, con la referencia a las páginas donde aparecen.
Antes de concluir esta breve introducción, quiero agradecer, una vez más, a cuantos leyeron estos artículos en el momento de su publicación; dar las gracias también a los que insistentemente, me han pedido los recopilara y publicara en este sencillo volumen; y manifestar mi agradecimiento a cuantos de una u otra forma, me han ayudado a llevar a término este trabajo.

José María Calvo de las Fuentes
A modo de pórtico



Para empezar a construir esta especie de sucinto pórtico o umbral, no encuentro mejor apoyo que esta conocida sentencia de Cicerón: “Toda escritura es como el zumo de la vid bajo el peso del tiempo; pues el tiempo, y no otra cosa, es el que vuelve ácidos los malos vinos y a los buenos los mejora”.
Y eso es lo que, a mi entender, sucede con este ramillete de prosas, rebosantes de una espléndida cosmovisión que nunca nos ahoga con sobrados adjetivos: el tiempo ha ido puliendo, lustrando, fijando los sabores de una literatura que podríamos definirla como un aliento de frescura conceptual que se ejercita en oportunas clarividencias.
Prosas –a veces casi prosemas, casi poemas en prosa– tal vez no muy lejos de ese ‘clariver’ que proclamaba Juan Ramón Jiménez. Palabras en medio de nuestro mundo y sus avatares, bajo un impulso moral que, lejos de ofuscamientos de inamovibles dogmatismos, van dejándonos señales bien visibles –esas piedrecillas que se dejan para orientación en el sendero–, propicias para ese viaje que el hombre desarrolla a través de su terrestre circunstancia.
Pasa el tiempo, y todo va borrándolo; pero también el tiempo es esa criba donde van quedándose las semillas capaces de engendrar innumerables expectativas de nuestro interior esencial: esa profundidad de nuestro acontecer donde, a su vez, lo externo juega reiteradamente el papel de acompasar o de acelerar nuestras complejas andaduras. Y es ahí, en esa complejidad, donde la contemplación ilusionada y segura del autor de este libro fue y ha seguido colocando un amplio espectro de ideas veraces, alentadoras, atinadas, oportunas, como un enriquecedor corolario en medio de nuestro transitar hacia lo transcendente.
Parábolas, me atrevería a decir. Parábolas de un insomnio, una constante vigilia ante las cosas de la vida, para verternos la dádiva aclaradora de que, si somos herederos de una alta promesa —y, ciertamente, lo somos—, la luz multiplica las estrellas de la noche, porque la sustancia de lo que nos transciende golpea con amor nuestros sueños y nos despierta diariamente escondidos horizontes.
Parábolas. O contemplaciones con un mensaje que no se agota en sí mismo. Lo cierto es que su autor, José María Calvo de las Fuentes, saca de la palabra –con sumo cuidado e incisiva transparencia— filosofía y religión, pero también los gérmenes desvelantes, los impalpables átomos líricos de lo que miramos pero no vemos, en medio de los ruidos de la selva ciudadana y los falsos brillos de nuestra sociedad de consumo.
Un insomnio, hemos dicho. Y lo filosófico sencillo. Y lo desvelado lleno de una incuestionable originalidad, tras una agotadora y generosa y fecunda observación... Y tras todo ello, mi creencia de que podría bastar lo expuesto para dejar esbozadas suficientemente las claves de la noticia con que el autor nos regala amplias y jugosas experiencias de ese entresijo que somos –triste y alegre, dolorido y esperanzado-, constitutivo de ese vertiginoso reportaje que es la vida. Pero caería en imprecisiones, o en cierta mezquindad de enjuiciamiento, si no mencionase, aunque a vuelapluma, el ser y el estar del edificio personal del autor de este universo de textos esenciales.
Sacerdote palentino, José María Calvo de las Fuentes llegó a Pamplona en octubre de 1967 para estudiar Sagrada Teología, disciplina impartida en el entonces recién creado Instituto Teológico de la Universidad de Navarra. Después, a finales de la década de los setenta o principio de los ochenta, ya doctor en Teología, comenzó a escribir de forma esporádica una serie de artículos en el Diario de Navarra, con el poético y evocador título de “Al trasluz”. Eran los años en que compaginaba su trabajo de sacerdote y profesor de Religión con la carrera de Periodismo, cuyos estudios realizaba en la Facultad de Ciencias de la Información de la mencionada Universidad de Navarra. Terminada esta última licenciatura, sus capacidades literarias —afianzadas por la disciplina del cultivo de lo teórico con el ingrediente de la visión profunda de la realidad— fueron desgranando, en más de un centenar y medio de artículos periodísticos, una serie de temas y cuestiones de comprobada importancia: la grandeza misteriosa del dolor de los enfermos, la piedra angular de la familia, el problema del aborto, los derechos humanos, lances de honor, devociones, fiestas populares... Una extensa gama temática que parecía estar esperando ser tocada por alguien que con buen tacto la indagase y la tratase; alguien, como este sacerdote periodista, más enamorado de la ciencia de la sabiduría que de la sabiduría de la ciencia; más amante de la trinidad de un vasto conocimiento basado en aunar sentido-espíritu-intelecto, que de jugar a entretenidos y caprichosos divertimentos de la mente.
Un amplio abanico de hechos, anécdotas, dichos y datos históricos; un potencial de sucesos y sus consecuentes imágenes, vestido todo ello con el colofón de una ética y una estética activadas por la penetración con que el autor ejerce su laborioso menester: un entramado argumental, con Dios al fondo, donde la palabra —ese milagro constituyente, que decía Luis Rosales— circula por una infinidad de climas, en un despliegue de mil matices, de los que se nos da traducido el por qué y el para qué pueden valernos.
Sencillez y sinceridad en una proposición de transcendencia sin afectaciones. Todo a través de esa lente que preside el diario utillaje de los poetas: el cristal de unos ojos que ya lo han mirado todo, y que aún todo lo esperan. Porque hay mucho que contemplar más allá de la cáscara de óxido de la superficie de lo existencial: un mucho de universos interiores influenciados por el paisaje movible de las circunstancias. Esa es la proposición generalizada de este libro, recordándonos que la vida es un sendero de asombros donde la fe de vivirla nos pide ahondar en el vaivén —tantas veces desconcertante— del existir. La fe de saber mirar lo viviente —la vida y sus alrededores— para acudir a ese lugar del alma donde no es válido ejercer de ciegos para soslayar la luz –la luz incluso de lo oscuro— que aunque muchas veces nos hiere, otras tantas nos redime.
Un caudal de observaciones y experiencias bien contadas. Eso viene, globalmente, a ser “Al trasluz”, este libro-recopilación, fruto del invisible esfuerzo realizado por José María Calvo para recopilar y actualizar tantos artículos escondidos entre las páginas del Diario de Navarra, y ofrecerlos en un volumen bien estructurado, ordenado y enriquecido además con índices de materias, topónimos, autores y numerosas notas a pié de página. Un esfuerzo que servirá para contemplar problemas, rememorar soluciones y hasta para un estímulo de gustar horizontes inexplorados donde, al unísono con Antonio Machado, se podría cantar aquello de “Trabajo y canto la emoción de las cosas”. Sí, la emoción de las cosas, bajo el sudor de un lenguaje que celebra esa emoción y la reparte en una radiación de pulcra intensidad.
En resumen, este libro, nacido con la espontaneidad con que brota el agua de una fuente –y publicado con esa virtud de manantial–, marcándonos no sólo una forma de mirar y saber ver las cosas, sino también un modo concreto de tratar los asuntos más variados. Y ese triple bagaje –espontaneidad, concreción, variedad temática– presidido por la palpitación de un léxico sereno –fresco y ágil a la vez–, derivado de una meditada reflexión.
Lo sucintamente expuesto, y mucho más, viene a ser este libro, si exento, por un lado, de toda aparatosidad expresiva, robusto, por otro, de confesiones de una intuición que, con hondo afán, desemboca en un saber transmitir el parte diario del corazón humano en muy diferentes paisajes y momentos.
Diáfanamente. Nada enfático ni ritual. Adelgazado el verbo en una suerte de locución que igual levanta una sabrosa valoración de significados que construye sobre el tiempo un código de cordial comunicación. Una palabra múltiple, bajo una textura de franca limpieza ilustrativa, directa, imantada y autónoma, que vale por sí misma y que, sin extraños aditamentos, por sí misma ilumina a quienes quieran gozar de sus revelaciones.

Carlos Baos Galán

miércoles, 3 de octubre de 2007

Cartas




Carta


Acabo de leer la “tercera de ABC”, de hoy, sábado 9 de abril de 2005। La página está firmada por JOSE BONO, Ministro de Defensa. Y me ha producido una enorme tristeza y malestar. Y quiero “hacedme oír” y manifestar mi condena a algunas de las afirmaciones que en ella se hacen.


Y además, me da pena que se le “haya invitado desde ABC para que escriba esta Tercera” por ser una persona que dice “pertenecer a la Iglesia”.

Apunto sólo una idea, recogida en el párrafo séptimo de dicha página.

No me “interesa” que al señor Bono le “interese” más el Papa “solidario” que “infalible”; ni “valoro” más la “regla del amor” que la “norma jerárquica”.

Ya está bien de “aut” “aut”. Un católico y un buen hijo es “et”, “et”: solidaridad y infalibilidad; amor y norma.

¿Será que el señor Bono tiene sepultada en su alma la división y por eso le florece tanto la división.

Muchas gracias.

José María Calvo de las Fuentes, DNI12650015