Nuevos surcos
“El grano de trigo necesita encontrar tierra buena y esponjosa, agua a su tiempo y sol en ocasiones, sólo así podrá terminar en espiga dorada y repleta”.
La vocación al sacerdocio es un regalo de Dios. Tiempo atrás, florecieron multitud de vocaciones sacerdotales entre nosotros. Era una bendición. Los futuros sacerdotes descendían de todas las zonas, de todas las clases sociales, de todas las culturas. Como las flores de un jardín variado: diversidad de tonos, unidad en la entrega.
La vocación al sacerdocio es un regalo de Dios. Tiempo atrás, florecieron multitud de vocaciones sacerdotales entre nosotros. Era una bendición. Los futuros sacerdotes descendían de todas las zonas, de todas las clases sociales, de todas las culturas. Como las flores de un jardín variado: diversidad de tonos, unidad en la entrega.
Algunos, generosamente, después de subir las gradas del altar, se esparcían en abanico por el mundo. Otros, no con no menos amor, arraigaban su entrega aquí, en su misma tierra, entre los amigos y paisanos.
Apenas se hallaba un rincón, un pueblo donde no existiera un sacerdote salido de sus filas, amorosamente entregado a Dios y fiel servidor de sus hermanos.
A la vez, las diócesis estaban espléndidamente atendidas. ¡Cuántos servicios prestados en la obscuridad de tantos pequeños pueblos! ¡Cuántas oraciones desgranadas al rayar el alba! ¡Cuántas plegarias musitadas al caer de la tarde, junto al Dueño, a la vera del Amo!
¿Y ahora, por qué no? ¿Es que Dios se ha cansado de sembrar la buena semilla de la vocación sacerdotal? No. Estoy seguro que no.
Pero lo mismo que el grano de trigo necesita encontrar tierra buena y esponjosa, agua a su tiempo y sol en ocasiones, para terminar en espiga dorada y repleta, así la vocación sacerdotal requiere y exige una serie de condiciones, a su alrededor, si quiere cuajar en una entrega permanente.
Marzo ha sido siempre —¡qué días aquellos!— el mes del Seminario. El mes del despertar vocacional. San José, Protector de la Iglesia, sobresale en su mitad como un excelente labrador repartiendo semillas al sacerdocio.
Es necesario que limpiemos el campo de cardos y abrojos, que preparemos el nuevo surco al regalo divino, que pidamos el agua fecunda.
Ayer tarde, volví a leer el Decreto sobre la Formación sacerdotal del Concilio Vaticano II, promulgado el 28 de octubre de 1965. Permíteme transcriba un párrafo. Estoy seguro te gustará, te vendrá bien y sacarás provecho: «El deber de fomentar las vocaciones atañe a toda la comunidad cristiana, la cual ha de atenderlo ante todo con el ejercicio de una vida plenamente cristiana.
La mayor ayuda en este sentido la prestan, por un lado, aquellas familias que, animadas del espíritu de fe, caridad y piedad, son como un primer seminario, y, por otro, las parroquias, de cuya fecundidad de vida participan los propios adolescentes.
Los maestros y cuantos de una manera u otra se ocupan de la formación de los niños y de los jóvenes, principalmente las asociaciones católicas, procuren educar a los adolescentes a ellos confiados de suerte que éstos puedan sentir y seguir gustosos la vocación divina.
Demuestren todos los sacerdotes máximo celo apostólico en el fomento de las vocaciones y, con el ejemplo de su propia vida humilde y laboriosa, llevada con alegría, y el de una caridad sacerdotal mutua y una unión fraternal en el trabajo, atraigan el ánimo de los adolescentes al sacerdocio».[1]
Nuevos surcos tenemos que preparar a la semilla divina.
DN 14 de marzo de 1984
[1] Concilio Vaticano, Optatam totius, n.2, Decreto sobre la Formación sacerdotal, II, BAC, Madrid 1966, pp. 456-457.
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