El mejor cuadro
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“Cuando a este cuadro de contrastes se le arranca su dimensión divina, aparece la costra horrenda de un colosal egoísmo, fruto amargo de la vertiente puramente humana, irrisorio poder que duerme agazapado en el interior de su conjunto, capaz de trastocar los más bellos colores de la estampa más perfecta”.
El hombre es un ser compuesto de diversas y profundas realidades: materia contingente y espíritu sublime con raíces de eternidad. Bestia y ángel. Madera de santo y semilla de criminal. Suave lluvia y torrencial chaparrón. Sereno remanso y estremecedora riada.
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“Cuando a este cuadro de contrastes se le arranca su dimensión divina, aparece la costra horrenda de un colosal egoísmo, fruto amargo de la vertiente puramente humana, irrisorio poder que duerme agazapado en el interior de su conjunto, capaz de trastocar los más bellos colores de la estampa más perfecta”.
El hombre es un ser compuesto de diversas y profundas realidades: materia contingente y espíritu sublime con raíces de eternidad. Bestia y ángel. Madera de santo y semilla de criminal. Suave lluvia y torrencial chaparrón. Sereno remanso y estremecedora riada.
Cuando a este cuadro de contrastes se le arranca su dimensión divina, aparece la costra horrenda de un colosal egoísmo, fruto amargo de la vertiente puramente humana, irrisorio poder que duerme agazapado en el interior de su conjunto, capaz de trastocar los más bellos colores de la estampa más perfecta.
Las afirmaciones anteriores no son sólo recursos poéticos, caprichos subjetivos de mi estado anímico actual, sino más bien y, sobre todo, formulaciones pálidas de una realidad cruda y estremecedora. Sirvan unas muestras: La maternidad es una flor extraordinaria que brota de la generosidad y de la entrega. Pero ¿hay algo más horrendo, que una madre abandonando al hijo de sus entrañas en una sucia bolsa de plástico que será depositada, fríamente, en el camión de la basura?
Si se llega a tal situación es porque a lo humano —ser madre—se le ha arrancado su dimensión excelsa —colaboradora con Dios—, es decir, se ha olvidado que aquel puñadico de carne, ojos de cielo y corazón de amor, es además de eso, un hijo de Dios llamado a gozar de una espléndida felicidad.
Un hijo considerará siempre con gratitud y cariño a los que fueron sus progenitores. Les agradecerá con palabras y con obras el regalo de ellos recibido: la vida y los demás valores a ella añadidos.
Sin embargo, qué hediondo y desagradable es contemplar a un hijo que trata a sus padres peor que al perro de la casa -con todo respeto para los chuchos-.
Si estas escenas se dan es porque a lo meramente humano -la paternidad natural- se le ha desgajado el elemento divino -instrumentos de Dios-, es decir, los hijos se han llenado de egoísmo, materialismo, tristeza, impidiéndoles ver en aquellos ancianos el origen de sus vidas.
El matrimonio es un compromiso total de un hombre con una mujer y viceversa, para siempre. Sin condiciones de tiempo, de lugar, de edad o similares; de lo contrario sería una entrega imperfecta, inmadura e irreflexiva. Por eso, el divorcio es imperfección, inmadurez, atonía, que sólo se entiende desde una óptica deshumana, egocéntrica, es decir, admitiendo que a lo humano —contrato, amor, entrega— se le ha sustraído el carácter divino —contrato definitivo, amor total, entrega libre— de forma irracional o maliciosa[1].
Cuando al extraordinario cuadro que es el hombre, se le sustrae algún aspecto esencial, se le condena al fracaso más absoluto, por muchas voces que griten en las plazas que el hombre sólo es una obra de arte que fenece. Únicamente los ojos turbios y desvaídos se engañan a sí mismos.
DN 1 de marzo de 1983
[1] Amadeo de Fuenmayor, Legalidad, moralidad y cambio social. Derechos fundamentales y familia cristiana, Eunsa, Pamplona 1981, p. 87ss.
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