lunes, 5 de noviembre de 2007


El anciano y el niño


“El anciano me paró en medio de la calle y me dijo: «Hay cosas que no se entienden mirando hacia afuera». La verdad es que no supe qué decir. Sólo miré el rostro del anciano y observé un no sé qué de sabiduría profunda en sus pupilas. Luego me narró su vieja historia...
la suya, con todos los detalles”.


En este mundo en el que vivimos, encontramos, con frecuencia, realidades que no acertamos a explicarnos. Unas veces, por la grandeza de las mismas; en otras ocasiones, por la escasa agudeza de nuestra inteligencia. Sin embargo, las cosas están ahí, existen, persisten y permanecen. Nosotros, en cambio, pasamos y cambiamos.

Todos los años, así, casi sin pensarlo, comienzan a verdear los campos, cubriendo con sus plumas verdes la piel yerta de la tierra. Y el álamo del río se cuaja de finas hojas, cual si fueran corazones de esperanza. Y la acacia de la plaza se adorna y saluda a los ancianos que descansan en el banco de madera, a la vez que aplaude a los niños que revolotean a su lado.

Los plátanos silvestres, mochos y romos hasta hace pocos días, comienzan a despertar a la vida del sueño del invierno, señalada en brotes diminutos.

Y una nueva oportunidad se nos brinda para contemplar las flores y las rosas. Una extraordinaria aventura para soñar con ricos frutos.

El trabajo y el sol, el agua y la tierra y una noria de vasos siempre iguales que rueda lentamente, misteriosamente, por el viejo planeta de los hombres.

Y aunque es verdad que el sol que calienta a las plantas puede en ciertas ocasiones agostarlas y que la lluvia que nutre las flores puede a veces pudrirlas, no decimos que sea el sol, ni la lluvia, propiamente, los causantes de tales efectos: «El Sol que brilla sobre el barro es el mismo que brilla sobre la cera. Y mientras ablanda la cera, endurece el barro. La diferencia no está en el sol, sino en aquello sobre lo que brilla».[1]

El ser humano, sin embargo, siempre es libre. Puede girar alrededor del Creador y moverse en su círculo o, por el contrario, puede dar vueltas en torno a las criaturas y meterse en la órbita de las mismas. Esta es una realidad que a veces no entendemos.

Hace unos días me encontré con un anciano. Llevaba muchos años encima de sus espaldas. Iba algo encorvado. En su mano derecha sujetaba un recio bastón. Le apoyaba, con fuerza, sobre la tierra. Las manos, curtidas por el sol y el aire, pregonaban amor al trabajo y a la familia. De joven, con toda seguridad, habría sido un mocetón. La gorra de paño cubría una calva prolongada. Sus ojos, más de una vez, habían contemplado la cosecha en su sazón y, también habían mirado, con entusiasmo, los primeros pasos de sus hijos. Después se habían ido... unas y otros.

Me paró en medio de la calle y me dijo: «Hay cosas que no se entienden mirando hacia afuera. Y es curioso, cuanto más se mira, menos se percibe».[2] La verdad es que no supe, de momento, qué decir. Sólo miré el rostro del anciano y observé un no sé qué de sabiduría profunda en sus pupilas. El rostro le brilló de repente y como si me hubiera conocido de toda la vida, prosiguió: «No todos crecen iguales».[3] Luego me narró su vieja historia... la suya, con todos los detalles. Quise animarle, pero no pude. Se dio media vuelta y se marchó.

Allí, a dos pasos, un grupo de niños correteaba alegremente. Me fui hacia ellos para verlos más de cerca. Saltos aparentemente sin sentido. Gritos envueltos en sonrisas y pequeñas carcajadas. Un balón danzando de aquí para allá; una bota por los aires. Luego, llegaron más chiquillos. Se aumentó el barullo, creció el movimiento. Se organizó un partido de fútbol. Me senté en el banco de la plaza. Sin darme casi cuenta, llamé a gritos a un pequeño. No me hizo caso. Siguió con sus cosas y con sus juegos. Moví lentamente la cabeza sobre mi pecho, mientras repetía en mi interior como masticando las palabras: “En este mundo en el que vivimos, nos encontramos, con frecuencia, con realidades que no acertamos a explicarnos».[4]

Volví la vista para atrás. El anciano estaba lejos. Le despedí con la mano. El no me vio. Le dije sin pronunciar palabra: «El sol que brilla sobre el barro es el mismo que brilla sobre la cera». Más tarde dirigí los ojos, de nuevo, a los niños de la plaza. Todos se habían ido. La plaza estaba solitaria. Unos bancos, una fuente y unas plantas... Antes de marcharme yo también recordé: «El ser humano, sin embargo, siempre es libre».[5] Una voz, en mi interior, me repetía, a la par que el viento soplaba allá a lo lejos: «Sí, pero más libre -verda-deramente libre- si se mueve en el área del Creador y no el campo de lo creado».[6]

En más de una ocasión he dado vueltas a estas cosas. Pero, ésta es una realidad que a veces no la entiendo.

DN 21 de abril de 1982

[1] Fulton J. Sheen, Las siete palabras. Victoria sobre el vicio, Editorial Planeta, tercera edición, Barcelona 1961, pag. 138.
[2] Confidencia hecha por el anciano.
[3] Ïbidem.
[4] Fulton Sheen. La siete palabras, victoria sobre el vicio, Editorial Planeta, tercera edición, Barcelona 1961, p. 138.
[5] idem.
[6] idem.


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