martes, 13 de noviembre de 2007



«Tenían los de Inza una magnífica cruz parroquial que había sido mandada hacer
por el Señor del Palacio de Andueza. En ella estaba grabado en latín el nombre de dicho señor, Juanes de Andueza. Los más viejos aseguraban que había costado diecisiete o dieciocho vacas».

Si quisiéramos resumir, de algún modo, la religiosidad de Navarra en las centurias pasadas, podríamos decir que en cada pueblo se levantaba una iglesia, en cada iglesia brillaba una cruz y en cada cruz descansaban los amores y sudores de muchos hombres y mujeres con corazón de reyes y con gestos de familias generosas.

Lo de Inza es un ejemplo. Uno de tantos, ni más ni menos noble; ni más ni menos heroico, pero si lo suficientemente expresivo y ejemplificador como para distinguir y valorar la hombría y la honradez; la generosidad y el espíritu de fe, de aquellos que nos precedieron y de quienes quedan, por suerte todavía, ofreciéndonos los gestos concretos y las actitudes encomiables de otros tiempos.

«Tenían los de Inza –dice Florencio Idoate– una magnífica cruz parroquial –conocida de todas las otras por llevar la insignia de San Miguel a bulto debajo de la cruz, toda de plata–, que había sido mandada hacer por el Señor del Palacio de Andueza –ya difunto– algunos años antes, participando el valle en los gastos. Los más viejos aseguraban –muy gráficamente– que había costado 17 ó 18 vacas. En ella, estaba grabado en latín, el nombre de dicho señor, Juanes de Andueza, a cuya familia –la más prestigiosa de la tierra– estaba vinculada la mayordomía y alcaldío perpetuo de Aráiz».[1]

Los incidentes ocurridos en Inza, a propósito de la cruz, allá por el siglo XVI, en este momento, no nos interesan. Si hemos traído a colación lo de la cruz parroquial, ya lo hemos dicho, ha sido simplemente, por aportar un testimonio, entre muchos, del aprecio que tenían nuestros antepasados a la señal del cristiano.

Hoy las cruces parroquiales son reliquias del pasado. Muchas, al cabo de los años, se han desgastado, dejando en su uso constante, jirones de plata y trozos de adorno. Otras, han desaparecido, tal vez por descuido, insensatez o simpleza de quienes debieran custodiarlas. Sin embargo, muchas cruces parroquiales quedan; están ahí. Unas bien estuchadas, al abrigo de la seguridad y la garantía, esperando la mañana en que revoloteen las campanas y el preste de lugar se vista de fiesta y un vecino del pueblo las saque por las calles. Otras, permanecen expuestas a la devoción diaria de los fieles, a la contemplación de turistas y curiosos.

Las cruces parroquiales han sido, son y serán como un símbolo de esfuerzos y de voluntades; un racimo de fe y de esperanza; un retablo de fiestas y de alegría.

En septiembre celebramos la “Exaltación de la Santa Cruz”, justamente el día 14.

Desde que se alzara triunfante la cruz de madera en el Calvario, pasando por la gesta de Constantino y la admiración de Santa Elena, a través de innumerables cruces en las cimas de los templos o en las humildes cabezas de los nuevos cristianos, hasta llegar a la cruz parroquial de Inza, han pasado muchas brisas de gracia y muchas tormentas de impiedad; han caído muchas ramas de prejuicios y se han mudado de ilusiones, muchas veces, los olivos.

La cruz, desde aquel viernes santo, es la señal del cristiano: en las catacumbas, en el silencio; o en las basílicas, en la algazara; en lo alto de los templos o en las cimas de los montes; en el sencillo aposento del hogar o en el salón de sesiones de la ciudad; en el cuadro que adorna la ermita de la aldea o en el viejo bolsillo del cristiano corriente. La cruz siempre presente: en las cosas, en las personas, en la vida.

La cruz es un símbolo. Una realidad que se acepta o se desprecia; se rechaza o se adora. Ante la cruz, jamás se puede pasar indiferente. La cruz, también, en nuestro cuerpo. Si el hombre que sufre tiene fe, acepta, admite, recibe la cruz, y en un esfuerzo mayor, la ama y la agradece. Si la persona es incrédula, rehuye de la cruz, la rechaza y, en una desgracia mayor, la maldice.

Hoy, en este mundo nuestro, de confort y de comodidades, de materialismo y de relajamiento, las cruces siguen apareciendo ante nuestros ojos; siguen brotando con fuerza en nuestra tierra. Pero como siempre, también hoy las cruces se transforman en luz o en obscuridad; en conformidad o en resistencia; en alegría o en odio.

La cruz parroquial de Inza, es como un pequeño foco de luz que alumbra y da calor a tu cruz y a la mía, a la de tantos y tantos que caminamos por este valle de cruces.

En este mes de septiembre, vamos a limpiar las cruces, las de plata y las de cobre, y vamos a convencernos de que la cruz es nuestra señal.

Los gastos de la cruz, como los gastos de la cruz de Inza, que sean a cargo de todos.

DN 16 de septiembre de 1981
[1] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, Tomo I, Editorial Aramburu, Pamplona 1979, p. 42

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