viernes, 9 de noviembre de 2007


EL EXTRAÑO HILO DE ARAÑA


“Una clara mañana de septiembre, una pequeña araña, después de haber abierto su envoltura de seda, dejó caer, desde la cima de un árbol donde había nacido, un largo hilo que transportado por el viento, se colocó sobre un cercado que estaba debajo. Aquí construyó su telaraña”.

El próximo 28 de enero, una vez más brillará en las extensas praderas del espíritu científico-cristiano, la luz fresca y refulgente, proyectada por la gigante figura del Docto Angélico, desde la ribera de otros mares.

Sano Tomás de Aquino fue –permítasenos la comparación– como un finísimo rayo láser, que penetró en las profundidades de las esencias constitutivas y de los principios de las cosas, obteniendo resultados valiosísimos para su tiempo y el nuestro. A la vera de sus escritos, traspasando las fronteras racionales, se ha encendido la pantalla de muchas almas, con el fuego de la luz de Dios, en la segura obscuridad de la fe.

Ante esta catarata de luz y de voz, si somos justos, recordaremos: Dios habló primero. En eso consiste la Revelación, en la iniciativa de Dios, que en un desbordamiento de amor, se ha encontrado personalmente con el hombre para abrir con él, por todo lo ancho del universo, un diálogo de salvación. Es Dios quien inicia la conversación en las plazas del corazón, y es Dios quien la lleva adelante. El hombre escucha asombrado y responde con tímidos balbuceos.

Sin embargo, la respuesta que Dios espera del hombre –a veces desdibujada entre los gritos y clamores disonantes, nacidos de la vieja soberbia– no se reduce a una fría apreciación intelectualista de un contenido abstracto de ideas, es algo más.

Si Dios –hemos afirmado– sale entusiasmado al encuentro del hombre y le habla, es porque le ama y quiere salvarlo. Por consiguiente, la respuesta del hombre, imagen y semejanza de Dios, debe ser ante todo, una humilde aceptación agradecida de la iniciativa divina y un confiado abandono en la arrolladora fuerza de su amor que se nos anticipa.

El hombre, observa Santo Tomás de Aquino, mientras camina en esta vida, puede alcanzar una cierta inteligencia de los misterios sobrenaturales gracias al uso de su razón, pero sólo en cuanto ésta se apoya sobre el fundamento inquebrantable de la fe, que es la participación del mismo conocimiento de Dios y de los bienaventurados.[1]

Y el gran San Agustín había escrito: «Creyendo llegas a ser capaz de entender; si no crees nunca acertarás a entender. La fe, pues, te purifica, a fin de que te sea concedido alcanzar la plena inteligencia. La inteligencia es el fruto de la fe. No buscar, pues, entender para creer, sino creer para entender».[2]

Al filo de estas sentencias, me acordé de aquella parábola joergenseniana que había leído hace tiempo, en “El problema de Dios y las ciencias”, de Vittorio Marcozzi.[3]
Una clara mañana de septiembre –dice el poeta danés, convertido (1866-1953)–, una pequeña araña, después de haber abierto su envoltura de seda, dejó caer desde la cima de un árbol donde había nacido, un largo hilo que, transportado por el viento, se colocó sobre un cercado que estaba debajo. Aquí construyó su telaraña. ¡Extendida en el azul del cielo, recubierta de gotas brillantes, parecía una blonda cuajada de gemas! Pero una fea mañana de octubre, la pobre araña, inspeccionando su obra, se encontró con un hilo extraño, que subía, subía, y parecía perderse en las nubes. Aguzó los ojos para ver donde acababa. ¡Pero inútilmente! Parecía que no tuviera apoyo. La pobre araña perdió la paciencia, y sin buscar ya más, sin probar la consistencia de aquel hilo, con un golpe de pinza lo rompió. En el mismo instante, la telaraña cedió, y la araña cayó en el cercado de espinas, con la cabeza cubierta con un pequeño y húmedo trapo: su maravillosa telaraña.

Es fácil entenderlo. El hilo de arriba es nuestra fe. En algún momento de nuestra existencia nos podrá parecer que no tenemos punto de apoyo. Antes de romperla examinémosla. Estudiemos. ¡Qué triste sería nuestra vida sin la acción de aquel hilo maravilloso! Si al caminar por la tierra no entiendes, cree, y la fe te abrirá las puertas de la inteligencia de par en par.

Sólo la constante obediencia de la fe, con la cual el hombre se abandona por completo a Dios en plena libertad –el extraño hilo de araña– puede llevar a la comprensión profunda y sabrosa de la verdad divina.

DN 29 de enero de 1980


[1] Roger Vernaeaux, Actualidad de Santo Tomás, Palabra 164, IV (1979) 163.
[2] Cfr. Claudio Basevi, ¿Por qué creer? San Agustín, Eunsa, Pamplona 1979, pp. 58-61.
[3] Cfr. Vittorio Marcozzi, “Il problema di Dio e le scienze”, Morcelliana, 1965, p. 14, y en nota cita a G. Joergensen, Parabole, trad. E. Battaglia, Firenze, G. Glandini, 1918, p. 14.

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