viernes, 12 de marzo de 2010

EL CORAZÓN RESUCITADO DE MARÍA MAGDALENA


Texto para una lectura sosegada y serena en tiempo de Pascua


I.- UNA VIDA A CONTEMPLAR

1.- Un frasco de dolor, por amor roto.

Hasta el día en que bañaste los pies de Jesús con tus lágrimas y los enjugaste con tus cabellos, María Magdalena, nada sabíamos de tu vida. Nada de tus fallos, nada de tus virtudes. Aquel día sí. Aquel día (o un poco después) nos enteramos que eras “una mujer pecadora” y que vivías en una ciudad, se decía que de ti “habían salido siete demonios”. Pero que estabas llena de dolor, totalmente arrepentida.

Y lo supimos porque tú, al enterarte de que Jesús “estaba sentado a la mesa en casa de un fariseo”, te hiciste allí presente llevando un frasco de alabastro con perfume, y colocada por detrás, te pusiste junto a él llorando (lloro de amor fue aquel), y comenzaste a bañarle los pies con tus lágrimas y a enjugarlos con tus cabellos y a besarlos y a ungirlos con perfume.

Y supimos lo que dijo Jesús al fariseo, de nombre Simón; y lo que el fariseo le respondió a su invitado; y, sobre todo, nos enteramos, de las palabras que a ti te dirigió el Maestro: María “tus pecados quedan perdonados”; María “tu fe te ha salvado”, María, “vete en paz”.

2.- Una entregada de servicio callado.

Y desde ese día –así lo relata San Lucas- seguiste al Señor sin abandonarle ya un solo instante. Y con los doce y algunas mujeres acompañaste al Señor asiduamente. Y sabemos cómo Él aceptó tu dedicación y tu asistencia, cómo te consideró cooperadora en la tarea apostólica de la predicación del Reino de Dios que se estaba instalando aquellos días en Palestina, hasta llegar a ser tú misma, María Magdalena, más tarde, testigo presencial de la Pasión y Muerte de Jesús y poco después, aunque no te creyeran, “el primer testigo de su Resurrección”.

Pasión, muerte y resurrección, que Él repetidamente había anunciado y que luego también tú recordarías: “el Hijo del Hombre debe padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día”; “el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres”; en Jerusalén “se cumplirán todas las cosas que han sido escritas por medio de los Profetas acerca del Hijo del Hombre: será entregado a los gentiles y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará”, aunque como “ellos”, los apóstoles, tú tampoco comprendiste “nada de esto”, pues también pata ti fue “éste un leguaje” incomprensible, y como “ellos” tampoco entendías “las cosas que (el Maestro) os decía”.

Pasado el tiempo, aunque tú parece no asististe, te enterarías más tarde, una noche, Jesús en la última cena que celebró con sus apóstoles, instituyó la Eucaristía; y te enteraste también con pesar y pena de la traición de Judas; y de la oración de Jesús y agonía en el huerto de Getsemaní; y del sueño comprensible de los suyos; y del prendimiento del Maestro; y de las negaciones de Pedro; y de los ultrajes hechos a Jesús; y del interrogatorio ante los príncipes de los sacerdotes y ante Pilato y ante Herodes; y de la condena a muerte del Maestro, y de la crucifixión en la Cruz y de su muerte que tu contemplaste aterrorizada. Y hasta tus oídos, seguro, llegaron aquellas hermosas palabras que pronunció un centurión romano: “En verdad este era Hijo de Dios”. Y viste, llena de pena, cómo “toda la multitud que se había reunido ante este espectáculo, al contemplar lo ocurrido, regresaba golpeándose el pecho”, y cómo “todos los conocidos de Jesús observaban de lejos estas cosas”.

Y fuiste testigo también, de que José de Arimatea después de pedir a Pilato “el cuerpo de Jesús” y tras descolgarlo de la cruz, envuelto en una sábana, lo puso “en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido colocado todavía”; y recuerdas cómo vosotras “las mujeres que habíais venido con Jesús desde Galilea”, os acercasteis con cierto sigilo y visteis con vuestros ojos “el sepulcro nuevo” y “como fue colocado” en él el cuerpo del Maestro. Y recuerdas cómo, a continuación, rota la tarde, como era sábado aquel día, llenas de pena, volvisteis a la ciudad y “descansasteis según lo mandaba el precepto”.

3.- Horas de angustia y desconsuelos.

Después de lo ocurrido, nos parece lógico sospechar que aquella noche, fuera para ti, María Magdalena, una noche llena de recuerdos inolvidables; de escuchas angustiosas en el fondo de tu alma; de mensajes maravillosos fijos en el horizonte lejano; de presencias divinas llenas de perdón; de proyectos futuros todavía no iniciados; de semillas apretadas en tus manos, prontas a ser lanzadas en el surco de la tierra; de dorados sueños repletos de mieses granadas; de cosechas abundantes amontonadas en graneros inmensos; de golpeteos de hechos recientes y palabras auténticas; de condenas absurdas y de cruces levantadas, de agonías dolorosas y de muertes redentoras; de sepulcros vacíos y de resurrecciones llenas de gloria.

Atrás habían quedado para ti, María Magdalena, tus noches obscuras y tus túneles negros; atrás habían quedado las lunas brillantes y los rayos de luz primerizos; atrás había quedado el momento en el que asiste los sagrados pies del Señor y los regaste con tus lágrimas sentidas; atrás habían quedado también los encuentros con el Maestro de Galilea y las experiencias de conversión y de promesas de jornadas pasadas. Todo había terminado, hablando a lo humano, en el más absurdo de los fracasos: tu Señor, el Maestro, clavado de pies y manos en la cruz, y junto a la cruz, sólo tres mujeres: María, su madre, María la de Cleofás, y tú y el joven Juan, “el discípulo al que Jesús tanto amaba”. Se entiende que no pudieras dormir aquella noche, que no llegara el sueño a tus ojos y que no pudieras descansar.

4.- Y de mañana…, junto al sepulcro vacío

Tal vez por eso, tu, María Magdalena, llena de coraje y de rabia, el “sábado muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fuiste al sepulcro y viste quitada la piedra del sepulcro”. Y entonces tú, loca, loca de amor, corriendo, “volviste hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijiste: Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto”. Los dos, Pedro y Juan con alas en los pies, con prontitud llegaron al sepulcro. Los dos, entraron, vieron y creyeron. Y después se “marcharon de nuevo a casa”.

Y fue entonces cuando tú, después de que volvieran Pedro y Juan, mujer valiente y generosa te dirigiste de nuevo al sepulcro. Y allí, sola, desconsolada, quizás también esperanzada, llorabas, buscabas, soñabas, dabas rienda suelta a tu dolor y a tu esperanza. Y con cierto sigilo, con delicadeza femenina te acercaste al sepulcro. Desde la entrada miraste hacia el interior y viste a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno donde había reposado la cabeza del Señor y el otro donde habían estado sus pies. Estaban como haciendo guardia, vigilantes, atentos, serenos, tranquilos.

Y los ángeles, al verte rota de dolor, te dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Tu, con inmenso respeto y cariño hacia Jesús y con un tono de voz entrecortado y tembloroso les dijiste: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.

Aún no sabías, pobre Magdalena, que pocas horas antes habían ocurrido cosas grandes en lugares muy cercanos, que el velo del Templo se había rasgado en dos de arriba abajo y que la tierra había temblado, que las piedras se habían partido y que se habían abierto los sepulcros y que muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, habían vuelto a la vida. Y, sobre todo, aún no sabías, María Magdalena, que Jesús había resucitado. ¡Era tan grande tu dolor! ¡Estabas tan turbada y absorbida por la desaparición del cuerpo del Señor que no podías pensar otra cosa. Jesús era todo para ti, por eso, incluso después de muerto, en Él solo pensabas, ahora en su cuerpo sepultado. Y sufrías y llorabas.

Y llorabas quizás, más que por la muerte horrible que había sufrido el Señor; por la ingratitud de tantos que habían recibido sus favores y milagros; por la debilidad de sus discípulos que no habían sabido serle fieles y defenderle; por la crueldad de los judíos que le habían matado, o consentido, en la muerte del Inocente; por el dolor de la Madre de Jesús, te preocupabas y llorabas porque "se habían llevado a tu Señor y no sabías donde le habían puesto". Tu fe aún era débil, tu fe aún no estaba al nivel de la de María Santísima, que no acudió al sepulcro porque sí creyó que Jesús resucitaría al tercer día. Tú, María Magdalena seguías apenada porque no habías podido tener un gesto de generosidad y despedida con el cadáver de tu Señor, porque no sabías donde estaba su cuerpo muerto; demostrando que tu dolor y tu fe se asentaban todavía en afectos muy humanos. Por eso quizá, no te diste cuenta de que eran ángeles quienes hablaban contigo. Y seguías llorando.

Pero algo había que hacer. Por eso, tras decir: se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto, te volviste hacia atrás y viste a Jesús de pie, pero no sabías que era El. Y El te dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Y tú, pensando que aquel hombre que junto a ti estaba era el encargado del huerto, le dijiste: si tú, buen hombre, te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.

Y fue entonces, ¡misterios del cielo!, cuando Jesús, el predicador de Galilea, el que todo lo hizo bien, con un claro acento divino, pronunció tu nombre: ¡María! Y tú, de inmediato, sin dudarlo, le conociste. Su acento era inconfundible; María, era el nombre con el que te había perdonado; María, el nombre con el que tantas veces te había llamado, que ¡lo hubieras distinguido entre miles de voces!

Y dejaste de llorar, y tus lágrimas se convirtieron en perlas y tu corazón revivió al instante y dejó latir de tristezas; y tus ojos se abrieron como platos; y junto al sonido de tu nombre: María, te llegó la gracia a borbotones que abrió de nuevo tu existencia y se desbordó torrencialmente por tu alma . Y te volviste hacia Él y del corazón desatado se te escapó en hebreo aquella exclamación que lo decía todo: ¡Rabbuni!, ¡Maestro!, ¡Maestro mío! Y te arrojaste a sus pies, llena de una alegría sin límites y de un agradecimiento inenarrable. Una palabra bastó para que cayera la venda de tus ojos; una palabra bastó para que se encendieran mil estrellas en el firmamento de tu vida; una palabra bastó para comprender que aquella escena era toda una revelación.

5.- Un claro encargo divino: “vete y diles”.

Pero aún hubo más. El Señor, Jesús resucitado, te conminó con fuerza: ¡Suéltame!. Ya me verás más tarde, que aún no he subido a mi Padre y sin solución de continuidad, te trasmitió un sublime encargo: Vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y tú, María Magdalena, con alas en los pies, te fuiste a la ciudad y anunciaste a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas. Y desde aquel día, te convertiste en la primera envidada de Jesús, en “la apóstola de los apóstoles”, como les gustaba decir a los antiguos.

Y los apóstoles, ya alertados y a pesar de las cosas que habían sucedido en esa mañana del domingo, aún no estaban convencidos de los hechos, pues todavía no habían visto a Jesús. Tú, María, sí lo habías visto. Por eso, después de estar con los apóstoles y de darles aquel encargo divino, a buen seguro te fuiste a ver a María, la Madre de Jesús y a las otras mujeres y con el rostro resplandeciente de alegría, seguiste anunciando que Jesús vivía y que tú lo habías visto.

Bien se puede asegurar que en aquel día, para ti y para otros muchos, había estallado el sol y la luz se había hecho mar entre ángeles y la alegría había vuelto a crecer tras la figura sencilla de un hortelano; y tras la obscuridad del túnel había aparecido el esplendor del sol, la seguridad y el calor de la fe. La claridad del resucitado lo había envuelto todo: los árboles y las piedras, los polvos de los caminos y las aguas de los ríos; los corazones de piedra y los corazones de carne. Y tu corazón, María Magdalena, muerto para el mundo, había resucitado para el cielo: habías visto de nuevo a Jesús, para siempre ya resucitado.

2.- UN EJEMPLO A SEGUIR

1.- El don de una existencia

Después del estudio reposado y sereno, la reflexión mansa y sosegada sobre el “icono” de mi vida, mi suerte y mi destino: (“vete y diles a mis hermanos … (Jn 20, 1-18), y de haber percibido en vuestras almas abundantes “resonancias” de verdades innegables; importantes “expectativas” de futuro, abiertas a bellas “inquietudes” y prometedoras “prioridades” de acción, escuchad el latido de mi corazón resucitado que os llama a “interpretar vuestro hoy y a identificarnos” conmigo; para ser vosotras, en estos tiempos difíciles,“mujeres seducidas, apasionadas, dispuestas a dar vida por el Señor resucitado”.

2.- La respuesta de una interioridad

Quizás vosotras también, como yo (sigue hablando María Magdalena), hayáis tenido unos inicios negativos, líneas imprecisas de una infancia ya lejana; o ásperos resquemores de una juventud tormentosa y alborotada ya pasada. O quizás, por gracia de Dios, nada de eso haya ocurrido en vuestra historia.

En todo caso, pienso que como yo en otros tiempos, vosotras un día saltasteis por encima de ingenuos respetos humanos y absurdas cobardías y rompiendo en la presencia de Dios el frasco de vuestra interioridad, regasteis con lágrimas sinceras las negaciones reiteradas a las constantes llamadas hechas por el Señor; y, llenas de amor, le entregasteis, de una vez por todas, vuestro corazón indiviso, con entera y total generosidad. Y llegaron a los atentos oídos de vuestra alma, como a los míos, hermosas palabras de perdón y bellos augurios de paz y de consuelo. Y desde aquel día -fijo para siempre en el reloj de vuestra vida-, os decidisteis seguir al Señor por los caminos de una vocación llena de futuro y de esperanza.

Y ante las puertas abiertas de un mundo prometedor, dejándolo todo, nobles amores y riquezas justas, tras una “búsqueda vigilante y esperanzada” seguisteis al Maestro para servirle por los caminos del mundo y seguir construyendo el Reino en esta tierra. Y os decidisteis por el AMOR, con mayúsculas; y salisteis de la “noche de la secularización, la marginación, la pobreza, el vacío existencial;” del miedo y del dolor, de la parálisis caduca, para encontrar llenas de valor y de dicha, “al Dios que se acontece en la historia”; y tras huir de la “noche” del fracaso y del ridículo, encontrar familia, amores y la promesa de la vida eterna; y escapando de la nada y del temor, hallar un espacio al parecer vacío y sin respuestas, pero lleno del Señor Resucitado, del Hijo de Dios, del dueño del mundo y de la historia.

Y como yo, os sentisteis seguras, felices, dichosas. Y como yo dejasteis atrás los días obscuros y llenos de densas nieblas; y las noches interminables repletas de mil dificultades; y los proyectos cargados de fríos pesimismos; y las jornadas rutinarias enlosadas de viejas defecciones; y los sueños atiborrados de pensamientos ilusorios. Sólo una cosa bastaba: la presencia del Resucitado.

3.- Luces nuevas en el camino

Y comenzaron a brillar en vuestras vidas luces nuevas, y se abrieron nuevas posibilidades a vuestros sueños, y vuestros ojos descubrieron nuevas presencias a vuestro alrededor; y la muerte se hizo vida; y el duro trabajo de cada día tarea amable y fructuosa; y vuestra oración pasó de un seco y aburrido monólogo, a un apasionado dialogo insaciable; y vuestra jornada de un frío cumplimiento de fijos deberes, “a una vida comprometida y arriesgada”.

Y además, como yo, tras “la experiencia del encuentro con el Señor Resucitado”, y la gracia que lo “transforma e invade” todo; tras el saludo de “Jesús que sale a vuestro encuentro”, entendisteis con claridad el divino mandato del Señor que con insistencia os dice, como a mi: “Ve y diles” a mis hermanos que he subido a mi Padre, a mi Dios, a vuestro Dios y a vuestro Padre.

Y fue así, como de inmediato, os convertisteis en testigos fieles “de lo visto y oído”; y comenzasteis a proclamar por doquier a todos los hombres, empujadas por alas de ángeles, la Buena Nueva de la salvación. Y, desde aquel momento inolvidable, no habéis dejado, como yo, de pregonar por los caminos más diversos de la tierra que la muerte es ya vencida, que los viejos “complejos, cansancios, miedos, egoísmos” no tienen sitio en quienes están llamados a vivir la condición de hijos de Dios, que la tristeza y la amargura no tienen cabida en quienes han comenzado a ser hermanos del Señor Resucitado.

4.- Una vida ofrecida al Señor Resucitado

Y desde entonces también, como yo, más que emplear el tiempo en la búsqueda inquieta y dolorida del cuerpo muerto del Señor, gastad vuestras fuerzas en buscar a Cristo vivo, resucitado. De forma que la búsqueda del Señor deje de ser preocupación temerosa para transformarse en ocupación alegre y sincera. Y el seguir al Maestro más que rémora que detiene, sea compromiso serio para dar a conocer al Cristo Resucitado.

Hoy, como ayer, la Iglesia, el mundo necesita mujeres que sean voceros de la resurrección, que sean evangelizadoras convencidas, que sean auténticos “testigos del Resucitado”; mujeres que tras el encuentro con el Señor y después de escuchar su voz, estén dispuestas a anunciar al mundo que Cristo vive.

La resurrección no podemos guardarla en el baúl de los recuerdos, sino, como María Magdalena, anunciarla a los cuatro vientos de manera que muchos otros hombres y mujeres se conviertan en apóstoles convencidos del Reino de Cristo.

Otra vez el corazón resucitado de María Magdalena recibe el encargo de Jesús: Vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y otra vez María Magdalena, con alas en los pies, acude a la ciudad y anuncia a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.

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lunes, 14 de enero de 2008




UNIÓN DE DOS MARES


«El proyecto en cuestión –conservado en el Archivo General de Navarra– tiene este encabezamiento: Canal navegable desde el Mar Mediterráneo al Océano Cantábrico».

Humanamente hablando, esperar de inmediato, una perfecta unidad entre todos los cristianos, es algo que resulta difícil, poco menos que imposible. La consecución próxima de un solo rebaño, el silbido amoroso de un solo pastor, es desde el mismo prisma humano, algo inseguro, incierto, complicado.

Sin embargo, lo que de “tejas a abajo”, se presenta como enormemente arduo, costoso, casi impensable, desde una perspectiva de fe, aparece como un proyecto ciertamente asequible en el tiempo, más aún, realizable en un periodo concreto y cercano.

Los días que hoy comienzan, ocho jornadas, intensas, apretadas, llenas de oración, mortificación y caridad podrán adelantar, sin duda ninguna, esa fecha tan deseada y pedida por todos. Las plegarias, ocultas y sencillas, podrán acercar a nuestras manos sedientas de unidad, el agua fresca de la comprensión. Los pequeños y los normales sacrificios, podrán clavar en nuestros corazones esponjosos de amor y de sosiego, el mismo querer y el mismo sentir. La constante comprensión de todos nosotros podrá levantar por los aires de nuestras desuniones, rencores, egoísmos, el edificio único y compacto del amor universal.

Es preciso que insistamos en la oración; que nos llenemos de esperanza y de ambición noble en nuestros ruegos, que crezcamos en una intensa fe en Dios, en generosidad entre los hombres.
Las empresas grandes requieren espíritus abiertos, capaces de asombro, dispuestos a emprender mil veces los mismos proyectos que otros comenzaron, aún temiendo que tal vez, no se realicen nunca, pero sabiendo que al menos los deseos futuros han existido en el recóndito santuario de ciertas personas.

En estas fechas, cuando rezaba y pensaba en la unidad de los cristianos, me acordaba de aquel viejo proyecto de unión de los dos mares, ideado por don Santos Ochandátegui, extraordinario director de grandes realizaciones en suelo navarro, que como es sabido, pasaron a la historia de nuestra tierra.

«El proyecto en cuestión –conservado en el Archivo General de Navarra– tiene este encabezamiento: Canal navegable desde el Mar Mediterráneo al océano Cantábrico, continuando el proyecto del Reino de Aragón, cruzando el de Navarra y la provincia de Guipúzcoa por los ríos Arga y Oria, unidos por varios manantiales y depósitos de agua en la altura de Lecumberri».[1]

Es cierto que el autor reconoce las enormes dificultades derivadas «de la elevación y aspereza de las montañas que separan las vertientes cantábricas y mediterráneas y de otros obstáculos en la zona media y Ribera de Navarra, por los cerros y colinas que dificultan el trazado del proyectado canal; pero arguye que parecidas dificultades tuvieron que resolverse para la construcción del célebre canal de Languedoc, en Francia, aunque con la enorme ventaja sobre el nuestro, de la menor elevación de las tierras sobre el nivel del mar».[2]

Este proyecto fue un mundo de posibilidades, que se frustró como tantas otras cosas en las empresas de los hombres, pero la intención del autor, debemos decir que fue extraordinaria, ambiciosa, digna de encomio.

Y pensaba en mi interior en estos días, próximos a estas jornadas de oración universal, que si difícil era la unión de los dos mares, costosa también es la unión entre todos los cristianos. Muchos naufragan en los mares de la confusión, otros se tambalean en las aguas de la ignorancia; quienes transitan por los campos de la apatía y del tedio; quienes sestean en la arena de las playas del ocio, el materialismo, la comodidad.

Y tú y yo, ¿cómo estamos? Existen muchos obstáculos en la recta de la unidad, en el camino del amor. Sin embargo, de nuevo acaricio la idea de unión. Un año más me animo a pedir esa unión de los cristianos. Cada enero, del 18 al 25, es como el brote de un mundo de posibilidades de paz, de acercamiento, de comprensión; es como una demostración palpable de nuestra intolerancia y una prueba más para nuestra fe.

Vamos a rezar mucho; a sacrificarnos más; a cortar egoísmos; a limar asperezas; a construir verdades. Tal vez la unidad se frustre de nuevo, pero en tu corazón y en el mío, en el de todos, se alzará un monumento a la unidad, que será como signo y símbolo de la unidad universal permanente de todos los cristianos.


DN 21 de enero de 1981

[1] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, Ediciones Aramburu, Pamplona 1979, Tomo, I, p. 222.
[2] idem, p. 222.

martes, 8 de enero de 2008


CON SENCILLEZ DE CORAZÓN


“Qué bien lo ha recogido el refrán: Lo que se aprende con babas, no se olvida con canas”.

El rostro de cualquier niño es una ventana abierta para contemplar al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, rey de la creación y del universo.

Sin embargo, todo niño es un ser lleno de limitaciones, torpe e indefenso; necesitado para casi todo de sus progenitores. Y efectivamente, al calor de sus padres y al abrigo de las personas que le quieren, el niño, poco a poco, va aprendiendo las cosas más fundamentales de la vida.

En cada casa, pequeña o grande, el niño aprende a dar sus primeros pasos; a coger con habilidad la cuchara en la comida, a abrir y cerrar las puertas del salón; a pronunciar las primeras palabras, llenas de ilusión y de esperanza.

El niño está llamado, también, a conocer a Dios, a quien no ve con sus ojos inquietos ni escucha con sus oídos atentos, a quien no puede acariciar con sus débiles manos, en las llanuras del hogar, en la familia.

Por ello, la instrucción religiosa del niño requiere palabras y explicaciones adaptadas a su mentalidad, para que él pueda entender que existe aquel a quien nunca vio y que no obstante le quiere y le cuida; para que pueda comprender que Dios está en el cielo y a la vez muy cerca de la cuna donde duerme.

Por eso, la familia es el mejor sitio para aprender a rezar a hablar con Dios y a vivir unas prácticas de piedad sencillas.

Enseñar a los hijos a tratar a Dios, es tarea de los padres. Las oraciones deben aprenderlas los niños de labios de sus padres. Las lecciones enseñadas en el hogar se graban a fuego, en el alma limpia y tierna de los pequeños, y además, duran para siempre. Qué bien lo ha recogido el refrán: “Lo que se aprende con babas, no se olvida con canas”.[1]

Recordaba Juan Pablo II hace un tiempo: «Queréis vosotros, padres y madres, que vuestros hijos se hagan verdaderamente hombres. Y esto depende en gran medida de lo que adquieren en la casa paterna. Nadie puede sustituirnos en esta obra. La sociedad, la nación, la Iglesia, se construyen sobre la base de los fundamentos que echéis vosotros».[2]

Sólo los padres que viven la fe en Dios, que le tratan con amor y confianza, pueden transmitir a los suyos los valores del espíritu. La vivencia de las verdades que se creen, es la mejor de las garantías para una abundante cosecha.

El niño tiene derecho a que sus padres tengan en cuenta esa grave necesidad: tratar a Dios, y que él, por carecer de uso de razón, todavía no conoce.

Los padres son por derecho natural los primeros educadores y los responsables de sus hijos. La Iglesia confía en los padres cristianos, porque en ellos ha puesto Dios el don de procrear y en consecuencia la responsabilidad de orientar hacia el Creador el fruto de su amor consumado.
Este es sin duda, uno de los derechos más importantes del niño, tal vez uno de los más silenciados, pero por lo mismo, de los más urgentes, de poner en primer plano. El Año Internacional del Niño, ya lo hemos dejado atrás, pero el derecho del niño nunca debemos olvidarlo. El niño lo reclama desde el silencio de su candor: desde la cátedra de su impotencia; desde la tribuna de su inocencia.

En resumen: Este derecho admirable del que gozan todos los nacidos o deberían de gozar en la práctica, puede enunciarse de este modo: “Existe el derecho del niño a conocer a Dios a través de sus padres y a aprender de ellos a tratarle con sencillez de corazón”.[3]

El rostro de cualquier niño, mirado despacio y a solas, es la mejor rúbrica a todo lo que hasta aquí venimos diciendo. Los ojos de cualquier niño, mirados despacio y a solas, son la mejor prueba de que existe el misterio.

El alma de cualquier niño sentida en el silencio, es la garantía de que vive un Ser de quien somos imagen y semejanza»

DN 1 de marzo de 1981

[1] Refrán que nos recordaban los padres a sus hijos.
[2] Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Buenaventura, en Torre Spaccata (1-IV-1979), DP 109, 1979, n. 3.
[3] Cfr. Discurso al Comité de Periodistas Europeos para los Derechos del Niño (13-1– 1979) DP 15, p. 17.

domingo, 6 de enero de 2008


RUIDO LENTO Y SILENCIOSO


“No llama sólo a los Reyes Magos,
que eran sabios y poderosos;
antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles”.


Durante toda esta noche, pequeños y grandes hemos escuchado con emoción, por los cuatro rincones de Navarra, el ruido lento y silencioso de alegres cascabeles, anunciadores del paso seguro de los enormes camellos, repletos, como siempre, de ricos y añorados regalos, montados por los Reyes Magos.

Muchos de vosotros, como yo, os habréis preguntado a lo largo de esta noche: ¿Pero quiénes fueron estos Magos? ¿Cuántos eran? ¿De dónde procedían? ¿Qué significado tenía la estrella? ¿Cuál es el contenido teológico de la fiesta de los Magos o Epifanía del Señor?

Como primera respuesta os diré que el evangelista San Mateo los presenta, simplemente, como unos personajes interesados en hallar al recién nacido Rey, cuando dice: “¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer?, porque hemos visto su estrella y venimos a adorarle”.[1] Y poco más.

Como veis, el evangelista no dice ni cuántos eran, ni cómo se llamaban, ni de dónde procedían exactamente. Se ve que el escritor sagrado no consideró imprescindibles para sus destinatarios, ofrecer tales detalles.[2]

He espigado en distintos lugares y he encontrado respuestas que aclaran de algún modo la curiosidad de los interrogantes arriba enunciados[3].

En cuanto al número de personajes, un fresco del cementerio de San Pedro y San Marcelino en Roma, representa a dos. Un sarcófago del Museo de Letrán, muestra a tres. En el cementerio de Santa Domitila aparecen cuatro. Y hasta ocho aparecen en un vaso del Museo Kircheriano. Algunos hablan de doce.

No obstante, ha prevalecido el número de tres, acaso por correlación con los tres dones que ofrecieron al Señor –oro, incienso y mirra– o porque se los creyó representantes de las tres razas: Sem, Cam y Jafet.

Los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, aparecen por primera vez en un manuscrito parisino de fines del siglo VII y después, en otro manuscrito anónimo italiano del siglo IX. En otros autores y regiones se les conoce con nombres totalmente distintos.

Su condición de Reyes parece haberse introducido por la interpretación literal de las siguientes palabras de la escritura: “Los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán sus dones; los reyes de Arabia y Sabá le traerán regalos”.[4]

Sobre el lugar de su origen, unos los hacen proceder de Persia, otros de Babilonia o de Arabia y hasta hay quienes los hacen originarios de lugares tan poco situados al oriente de Palestina como Egipto y Etiopía.

Un precioso dato arqueológico del tiempo de Constantino muestra la antigüedad de la tradición que parece interpretar mejor la intención del evangelista, haciéndolos oriundos de Persia.
La estrella en el relato del evangelista San Mateo juega un papel importante. Los Magos dicen haberla reconocido como la de Jesús: “Hemos visto su estrella y venimos a adorarle”.[5] La naturaleza portentosa de este fenómeno excluye cualquier intento de identificación con acontecimientos astronómicos naturales, como quiso Kepler o supuso Wieseler.

El contenido teológico del relato es bastante claro. El lector cristiano ve en la narración de San Mateo una transparencia clara de las palabras del Profeta: ”El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande”.[6]

Los paganos han visto la luz. Y alumbrados por esa estrella caminan hasta postrarse a los pies del Mesías, para ofrecerle sus dones: oro, incienso y mirra.

No debemos olvidar que cuando escribía San Mateo su evangelio, era un hecho la expansión del cristianismo por el mundo entonces conocido. Su relato no hacía otra cosa que concretar esa gozosa realidad, en un delicioso episodio, en el cual la luz mesiánica iluminaba los pasos de unos hombres paganos para rendirse a los pies del Salvador del mundo: Cristo, Jesús.

Y es que como escribió el Fundador de la Universidad de Navarra: «Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles. Pero, pobres y ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios».[7]

Los Reyes Magos y la estrella nos recuerdan la llamada universal del Amor, y esta fiesta es ocasión para pensar en la cualidad de nuestra respuesta.

DN 6 de enero de 1980

[1] Mat. 2,1ss.
[2] José Salguero, Vida de Jesús según los evangelios sinópticos, Edibesa, Madrid 2000, p. 63. “El autor sagrado no es, de hecho, un cronista, sino un predicador del mensaje cristiano. El Evangelio es un libro de fe”.
[3] J. A. Abad Ibáñez- M. Garrido Bonaño, Iniciación a la liturgia de la Iglesia. Síntesis histórica de la Epifanía, Ediciones Palabra, Madrid 1988, p. 732ss.
[4] Sal., 72,10.
[5] Mat, 2,1ss.
[6] Isaías, 60,1ss.
[7] Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Ediciones Rialp, Madrid 1974, n. 33, p. 84.

sábado, 5 de enero de 2008


Jornadas de esperanza


“Yo también quiero hacerme niño en esta víspera de Reyes y con esa autoridad que me da la infancia, hacer un par de peticiones a los Magos”.

Los días que anteceden a la fiesta de los Reyes Magos, son jornadas cuajadas de esperanza. Por el ancho ambiente familiar revolotean sabores de ilusión y de sorpresa. El hermano mayor, ocultando la mirada de los otros más pequeños, interroga, en secreto, a la mamá, pequeñas dudas que no ha podido resolver con sus amigos. La madre, rememorando otros tiempos, cuchichea al oído de sus hijos rumores inocentes.

En lugares secretos de la casa descansan peticiones hechas vida. Pequeñas llavecillas cierran cariñosos trajines, arropados de sacrificios concretos.
El aire del salón de la vivienda se vuelve pesado por el polvo del barro de la calle, transportado en las viejas sandalias. Ruidos de piñones y de nueces se mezclan con las lejanas pisadas de los camellos supercargados de regalos inciertos.

Cada día que pasa se abren un poco más los ojos inocentes de los niños del mundo. Las vacaciones navideñas ruedan demasiado lentas hasta el día de los Reyes. dimes y diretes, sueños dorados, pensamientos ingenuos de inteligencias en ciernes.
Siempre, antes de la Epifanía, llega la Navidad. Navidad es la presencia del regalo más grande, Dios hecho hombre. El misterio más profundo, envuelto en sencillos elementos materiales. El Omnipotente recostado en un pobre pesebre[1].

Una cuna de madera. En ella «dormidico» el Niño-Dios. A un lado del trono de Belén, su Madre, complaciente y serena y ensimismada. Al otro, un varón fuerte y justo, un carpintero con las manos encallecidas y el alma transparente. Y nada más, y nada menos.

Y antes de la fiesta de los Reyes, también, la muerte de los inocentes, niños despeñados, madres sin consuelo y jolgorio en la fuerza del poder. Cantos por las calles del mundo y voces apagadas, miles y cientos de niños inocentes que no verán las estrellas del Oriente.

Los niños que viven entre nosotros se han enterado, un poco, de todo el regalo del cielo y de la crueldad de los hombres. Al Niño le dieron un beso en el pie descalzo; y en el «belén» de cartón que instalaron en su casa, al cruel perseguidor, le llamaron, sin componendas, tirano.

Yo también quiero hacerme niño en esta víspera de Reyes y con esa autoridad que me da la infancia, hacer un par de peticiones a los Magos. En primer lugar, ruego a Sus Majestades regalen a los hombres, a todos, a los altos y a los bajos, a los intelectuales y a los menos cultos, a los zabarceros[2] y a los pelantrines[3], a los «de aquí» y a los «de allá», a los poderosos y a los débiles, a los apacibles y a los revoltosos, una pizca de buena voluntad, para que, con ella, acojan en sus casas y en sus almas, al Dios hecho Hombre; para que, con ella, le presten al Todopoderoso un trozo de tierra, un asilo confortable, y con piedad, miren sin miedo a los ojos del Niño.

Y también suplico un poco de valentía, de responsabilidad, de coraje, para que no haya más muertes de niños inocentes. Para que nos enteremos, de una vez, que «la solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud, es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre»[4].

Es triste pensar y, mucho más, contrastar que siguen siendo aniquilados por falsos prejuicios seres inocentes, aun antes de haber visto los colores de esta tierra. ¡Esos seres también tienen derecho a la vida del planeta! ¿Quién dijo que el indefenso no merece ser persona?
Pasarán los Reyes Magos, sin ruido, mansamente, al anochecer, cuando la oscuridad se pasee por la tierra. Los balcones se llenarán de flores, de regalos y en las manos de los niños ya nacidos, no cabrán los sueños, ni las ilusiones.

Yo también espero mi regalo: un deseo grande de adorar al Dios grandioso y una acogida amable a los niños, seres que desde el primer momento de su concepción comienzan a ser personas.
Ya se oyen las pisadas. Los cascabeles suenan a lo lejos. Regalos y más regalos en las alforjas de los pajes. Un don para este mundo que se muere de viejo, niños, inocencia, amor.

DN 3 de enero de 1982

[1] Luc., 2, 10-13.
[2] Zabarcera, mujer que revende por menudo frutos y otros comestibles. Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, vigésima primera edición, Madrid 1992, p. 2119.
[3] Pelantrín, labrantín (labrador de poco caudal); pegujalero (labrador que tiene poca siembra o labor o ganadero que tiene poco ganado), Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, vigésima primera edición, Madrid 1992, p. 1221 y p. 1559
[4] Juan Pablo II, Constitución Familiaris consortio. 1981, n. 26.

sábado, 1 de diciembre de 2007


EL HOMBRE DE LA CALLE


“Hijo, no todo lo que se puede hacer, físicamente, se debe hacer moralmente”. http://www.youtube.com/watch?v=o62EyI_v__8
Cuando era pequeño solía pasear con mis padres, algunas tardes doradas de otoño, por los estrechos caminos de tierra y de piedra que cruzaban los viejos viñedos, repletos de dulce uva. Muchas veces, al llegar a la finca de los Giles, preguntaba a voz en grito, con cierta curiosidad y machacona insistencia: ¿Puedo coger un racimo? Poder, poder, respondía mi buena madre, con la moderada sensatez aprendida al compás de las rectas acciones, sí puedes, pues tienes los pies libres y las cepas de la viña están al alcance de tu mano. Pero no debes, ya que es una obligación respetar lo ajeno. Y como tarareando un estribillo de una antigua canción, proseguía: Hijo, no todo lo que se puede hacer –físicamente– se debe hacer –moralmente–.

Hoy, cuando los hombres de la calle avanzamos veloces por el tortuoso camino de la vida, al son de suaves melodías y estruendosos tambores, con frecuencia trocamos las señales indicadoras de un término afortunado y nos guiamos por falsos conceptos, que de no corregirnos, nos empujarán inevitablemente hacia el barranco inútil, repleto de hojarasca y de maleza.

Existen personas que confunden, al menos en la práctica, la radical diferencia entre aquello que es legal, porque está permitido por la ley humana y aquello que es moral, porque está permitido por la ley divina.

Ante este error conceptual, alegremente concluyen: Las leyes morales han cambiado o cambiarán porque también han cambiado o cambiarán las leyes civiles, por tanto, lo que acaban de permitir o permitan las leyes del Estado quedará permitido también de ahora en adelante por las leyes de Dios y de la Iglesia.

Esta inexacta manera de pensar, más tarde de actuar, se deriva del tremendo influjo que, en el comportamiento del ciudadano medio, ejercen de hecho los modelos de conducta aceptados y aplaudidos en el ambiente social en que vivimos; los cuales con frecuencia olvidan los más elementales preceptos morales.

Y muchos, influenciados por ese viejo e ilógico principio: Lo hacen todos, es la moda, hacen lo que otros hacen, determinando su estilo de vida por el comportamiento de unos pocos. Y sin juzgar demasiado los móviles que mueven tal forma de vivir, llegan al extremo de permitir en sus acciones lo claramente prohibido o al menos a desentenderse de evidentes exigencias morales.
Esta actitud, socapa de proteger un talante liberal y en aras de un falso pluralismo de conductas, esconde en su actuación una raíz autoritaria, sustituye sus normas morales de inspiración religiosa por otras contrarias, que integran lo que algunos han venido en denominar moral civil.
En esta nueva moral, el término legalizar significa para algunos canalizar legalmente lo que de otro modo se hace a escondidas, con los inconvenientes de la clandestinidad. Para otros, significa moralizar, no distinguiendo éstos entre legalidad y moralidad, por entender que sólo a la ley humana corresponde establecer y definir en cada momento histórico lo que es bueno o malo, lo lícito o lo ilícito en todos los órdenes.

Ante la posibilidad de cambios importantes en la legislación civil es necesario que el hombre de la calle no renuncie a la coherencia que debe existir entre la ley humana y la ley divina, natural o positiva, tanto en la vida individual como en la vida colectiva.

Recordemos tres precisas reglas que un ilustre profesor de Derecho señala en su trabajo: La influencia de las leyes en el comportamiento moral:[1]
Primera, “no siempre coinciden lo lícito civil y lo lícito moral. No deben confundirse legalidad y moralidad. No es correcto pensar que lo que las leyes civiles permiten o no castigan, es también siempre lícito según la ley moral”.

Segunda, “en determinadas circunstancias, las leyes civiles pueden no reprimir sin aprobarlos, por eso, ciertos vicios. En estos casos de leyes tolerantes, tampoco es lícito acogerse a la ley civil con desprecio de la ley moral”.

Tercera, “existen crímenes ante los que no cabe la tolerancia, que deben ser combatidos siempre por las leyes civiles, mediante las penas correspondientes”.

Y volviendo a la anécdota del principio, en caso de duda, preguntemos a nuestra Madre la Iglesia, que siempre en su doctrina encontraremos la respuesta acertada, conveniente, segura.

DN 12 de febrero de 1980

[1] Amadeo de Fuenmayor, Legalidad, moralidad y cambio social, Eunsa, Pamplona 1981, La influencia de las leyes en el comportamiento moral. Lección inaugural del año 1978 ó 1979 en la Universidad de Navarra, Pamplona, 4 de octubre de 1978. Ius Canonicum, julio, de 1979, vol. 19, n. 38.

jueves, 29 de noviembre de 2007




Lazos de amistad



“Y con la nieve rondando por nuestra ciudad, ha llegado el ambiente, lo exterior, lo accidental, el marco de seda, a estas fiestas cristianas”.

La Navidad es más Navidad cuando se vive por dentro. Cuando se abre el cuenco del amor al Dios hecho Niño y al hermano que convive a nuestro lado. Cuando se adorna la mesa con la salsa de la caridad.

Y, externamente, se siente la Navidad, cuando se cubren los montes de nieve y los tejados de las casas destilan lluvia azucarada. Cuando las calles se adornan con luces y en los escaparates tintinea el ruido de las estrellas artificiales.

Este año, para ti y para muchos, la Navidad ha brillado con un nuevo resplandor, con un nuevo sentido, porque durante bastante tiempo hemos ido regando nuestro espíritu de sencilla normalidad: “Dios con nosotros”[1].

Para otros, la Navidad ha supuesto un paso hacia atrás, en la negra tragedia de ocultar la cabeza en la triste ala de la indiferencia. Y no le demos vueltas, cuanto más se escarba en la profundidad, mas abajo se llega en las conclusiones.

Y con la nieve, rondando nuestra ciudad, ha llegado el ambiente, lo exterior, lo accidental, el marco de seda, de estas fiestas cristianas.

Lástima que la ciudad haya estado tan triste y tan sosa. La luz, querámoslo o no, alumbra, aclara, encamina, alegra, anima. Y la sombra, la obscuridad, entristece, despista, aplana.
No queremos ser agoreros, pero la tacañería no es señal de ilusiones. Hay gastos que relucen menos y arruinan más. Hay despilfarros que hacen menos contagio y mucho más ruido.

Pero dejemos estas cosas –quisicosas que decían los antiguos– y vayamos a lo esencial, al meollo, al grano, a lo importante.

Y lo importante está en el corazón. Yo te prometo un poco más de comprensión. Dame tú la tuya y habremos creado un nuevo lazo de amistad.

DN 14 de abril de 1983

[1] Mat. 1,22.