martes, 8 de enero de 2008


CON SENCILLEZ DE CORAZÓN


“Qué bien lo ha recogido el refrán: Lo que se aprende con babas, no se olvida con canas”.

El rostro de cualquier niño es una ventana abierta para contemplar al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, rey de la creación y del universo.

Sin embargo, todo niño es un ser lleno de limitaciones, torpe e indefenso; necesitado para casi todo de sus progenitores. Y efectivamente, al calor de sus padres y al abrigo de las personas que le quieren, el niño, poco a poco, va aprendiendo las cosas más fundamentales de la vida.

En cada casa, pequeña o grande, el niño aprende a dar sus primeros pasos; a coger con habilidad la cuchara en la comida, a abrir y cerrar las puertas del salón; a pronunciar las primeras palabras, llenas de ilusión y de esperanza.

El niño está llamado, también, a conocer a Dios, a quien no ve con sus ojos inquietos ni escucha con sus oídos atentos, a quien no puede acariciar con sus débiles manos, en las llanuras del hogar, en la familia.

Por ello, la instrucción religiosa del niño requiere palabras y explicaciones adaptadas a su mentalidad, para que él pueda entender que existe aquel a quien nunca vio y que no obstante le quiere y le cuida; para que pueda comprender que Dios está en el cielo y a la vez muy cerca de la cuna donde duerme.

Por eso, la familia es el mejor sitio para aprender a rezar a hablar con Dios y a vivir unas prácticas de piedad sencillas.

Enseñar a los hijos a tratar a Dios, es tarea de los padres. Las oraciones deben aprenderlas los niños de labios de sus padres. Las lecciones enseñadas en el hogar se graban a fuego, en el alma limpia y tierna de los pequeños, y además, duran para siempre. Qué bien lo ha recogido el refrán: “Lo que se aprende con babas, no se olvida con canas”.[1]

Recordaba Juan Pablo II hace un tiempo: «Queréis vosotros, padres y madres, que vuestros hijos se hagan verdaderamente hombres. Y esto depende en gran medida de lo que adquieren en la casa paterna. Nadie puede sustituirnos en esta obra. La sociedad, la nación, la Iglesia, se construyen sobre la base de los fundamentos que echéis vosotros».[2]

Sólo los padres que viven la fe en Dios, que le tratan con amor y confianza, pueden transmitir a los suyos los valores del espíritu. La vivencia de las verdades que se creen, es la mejor de las garantías para una abundante cosecha.

El niño tiene derecho a que sus padres tengan en cuenta esa grave necesidad: tratar a Dios, y que él, por carecer de uso de razón, todavía no conoce.

Los padres son por derecho natural los primeros educadores y los responsables de sus hijos. La Iglesia confía en los padres cristianos, porque en ellos ha puesto Dios el don de procrear y en consecuencia la responsabilidad de orientar hacia el Creador el fruto de su amor consumado.
Este es sin duda, uno de los derechos más importantes del niño, tal vez uno de los más silenciados, pero por lo mismo, de los más urgentes, de poner en primer plano. El Año Internacional del Niño, ya lo hemos dejado atrás, pero el derecho del niño nunca debemos olvidarlo. El niño lo reclama desde el silencio de su candor: desde la cátedra de su impotencia; desde la tribuna de su inocencia.

En resumen: Este derecho admirable del que gozan todos los nacidos o deberían de gozar en la práctica, puede enunciarse de este modo: “Existe el derecho del niño a conocer a Dios a través de sus padres y a aprender de ellos a tratarle con sencillez de corazón”.[3]

El rostro de cualquier niño, mirado despacio y a solas, es la mejor rúbrica a todo lo que hasta aquí venimos diciendo. Los ojos de cualquier niño, mirados despacio y a solas, son la mejor prueba de que existe el misterio.

El alma de cualquier niño sentida en el silencio, es la garantía de que vive un Ser de quien somos imagen y semejanza»

DN 1 de marzo de 1981

[1] Refrán que nos recordaban los padres a sus hijos.
[2] Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Buenaventura, en Torre Spaccata (1-IV-1979), DP 109, 1979, n. 3.
[3] Cfr. Discurso al Comité de Periodistas Europeos para los Derechos del Niño (13-1– 1979) DP 15, p. 17.

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