Texto para una lectura sosegada y serena en tiempo de Pascua
I.- UNA VIDA A CONTEMPLAR
1.- Un frasco de dolor, por amor roto.
Hasta el día en que bañaste los pies de Jesús con tus lágrimas y los enjugaste con tus cabellos, María Magdalena, nada sabíamos de tu vida. Nada de tus fallos, nada de tus virtudes. Aquel día sí. Aquel día (o un poco después) nos enteramos que eras “una mujer pecadora” y que vivías en una ciudad, se decía que de ti “habían salido siete demonios”. Pero que estabas llena de dolor, totalmente arrepentida.
Y lo supimos porque tú, al enterarte de que Jesús “estaba sentado a la mesa en casa de un fariseo”, te hiciste allí presente llevando un frasco de alabastro con perfume, y colocada por detrás, te pusiste junto a él llorando (lloro de amor fue aquel), y comenzaste a bañarle los pies con tus lágrimas y a enjugarlos con tus cabellos y a besarlos y a ungirlos con perfume.
Y supimos lo que dijo Jesús al fariseo, de nombre Simón; y lo que el fariseo le respondió a su invitado; y, sobre todo, nos enteramos, de las palabras que a ti te dirigió el Maestro: María “tus pecados quedan perdonados”; María “tu fe te ha salvado”, María, “vete en paz”.
2.- Una entregada de servicio callado.
Y desde ese día –así lo relata San Lucas- seguiste al Señor sin abandonarle ya un solo instante. Y con los doce y algunas mujeres acompañaste al Señor asiduamente. Y sabemos cómo Él aceptó tu dedicación y tu asistencia, cómo te consideró cooperadora en la tarea apostólica de la predicación del Reino de Dios que se estaba instalando aquellos días en Palestina, hasta llegar a ser tú misma, María Magdalena, más tarde, testigo presencial de la Pasión y Muerte de Jesús y poco después, aunque no te creyeran, “el primer testigo de su Resurrección”.
Pasión, muerte y resurrección, que Él repetidamente había anunciado y que luego también tú recordarías: “el Hijo del Hombre debe padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día”; “el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres”; en Jerusalén “se cumplirán todas las cosas que han sido escritas por medio de los Profetas acerca del Hijo del Hombre: será entregado a los gentiles y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará”, aunque como “ellos”, los apóstoles, tú tampoco comprendiste “nada de esto”, pues también pata ti fue “éste un leguaje” incomprensible, y como “ellos” tampoco entendías “las cosas que (el Maestro) os decía”.
Pasado el tiempo, aunque tú parece no asististe, te enterarías más tarde, una noche, Jesús en la última cena que celebró con sus apóstoles, instituyó la Eucaristía; y te enteraste también con pesar y pena de la traición de Judas; y de la oración de Jesús y agonía en el huerto de Getsemaní; y del sueño comprensible de los suyos; y del prendimiento del Maestro; y de las negaciones de Pedro; y de los ultrajes hechos a Jesús; y del interrogatorio ante los príncipes de los sacerdotes y ante Pilato y ante Herodes; y de la condena a muerte del Maestro, y de la crucifixión en la Cruz y de su muerte que tu contemplaste aterrorizada. Y hasta tus oídos, seguro, llegaron aquellas hermosas palabras que pronunció un centurión romano: “En verdad este era Hijo de Dios”. Y viste, llena de pena, cómo “toda la multitud que se había reunido ante este espectáculo, al contemplar lo ocurrido, regresaba golpeándose el pecho”, y cómo “todos los conocidos de Jesús observaban de lejos estas cosas”.
Y fuiste testigo también, de que José de Arimatea después de pedir a Pilato “el cuerpo de Jesús” y tras descolgarlo de la cruz, envuelto en una sábana, lo puso “en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido colocado todavía”; y recuerdas cómo vosotras “las mujeres que habíais venido con Jesús desde Galilea”, os acercasteis con cierto sigilo y visteis con vuestros ojos “el sepulcro nuevo” y “como fue colocado” en él el cuerpo del Maestro. Y recuerdas cómo, a continuación, rota la tarde, como era sábado aquel día, llenas de pena, volvisteis a la ciudad y “descansasteis según lo mandaba el precepto”.
3.- Horas de angustia y desconsuelos.
Después de lo ocurrido, nos parece lógico sospechar que aquella noche, fuera para ti, María Magdalena, una noche llena de recuerdos inolvidables; de escuchas angustiosas en el fondo de tu alma; de mensajes maravillosos fijos en el horizonte lejano; de presencias divinas llenas de perdón; de proyectos futuros todavía no iniciados; de semillas apretadas en tus manos, prontas a ser lanzadas en el surco de la tierra; de dorados sueños repletos de mieses granadas; de cosechas abundantes amontonadas en graneros inmensos; de golpeteos de hechos recientes y palabras auténticas; de condenas absurdas y de cruces levantadas, de agonías dolorosas y de muertes redentoras; de sepulcros vacíos y de resurrecciones llenas de gloria.
Atrás habían quedado para ti, María Magdalena, tus noches obscuras y tus túneles negros; atrás habían quedado las lunas brillantes y los rayos de luz primerizos; atrás había quedado el momento en el que asiste los sagrados pies del Señor y los regaste con tus lágrimas sentidas; atrás habían quedado también los encuentros con el Maestro de Galilea y las experiencias de conversión y de promesas de jornadas pasadas. Todo había terminado, hablando a lo humano, en el más absurdo de los fracasos: tu Señor, el Maestro, clavado de pies y manos en la cruz, y junto a la cruz, sólo tres mujeres: María, su madre, María la de Cleofás, y tú y el joven Juan, “el discípulo al que Jesús tanto amaba”. Se entiende que no pudieras dormir aquella noche, que no llegara el sueño a tus ojos y que no pudieras descansar.
4.- Y de mañana…, junto al sepulcro vacío
Tal vez por eso, tu, María Magdalena, llena de coraje y de rabia, el “sábado muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fuiste al sepulcro y viste quitada la piedra del sepulcro”. Y entonces tú, loca, loca de amor, corriendo, “volviste hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijiste: Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto”. Los dos, Pedro y Juan con alas en los pies, con prontitud llegaron al sepulcro. Los dos, entraron, vieron y creyeron. Y después se “marcharon de nuevo a casa”.
Y fue entonces cuando tú, después de que volvieran Pedro y Juan, mujer valiente y generosa te dirigiste de nuevo al sepulcro. Y allí, sola, desconsolada, quizás también esperanzada, llorabas, buscabas, soñabas, dabas rienda suelta a tu dolor y a tu esperanza. Y con cierto sigilo, con delicadeza femenina te acercaste al sepulcro. Desde la entrada miraste hacia el interior y viste a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno donde había reposado la cabeza del Señor y el otro donde habían estado sus pies. Estaban como haciendo guardia, vigilantes, atentos, serenos, tranquilos.
Y los ángeles, al verte rota de dolor, te dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Tu, con inmenso respeto y cariño hacia Jesús y con un tono de voz entrecortado y tembloroso les dijiste: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.
Aún no sabías, pobre Magdalena, que pocas horas antes habían ocurrido cosas grandes en lugares muy cercanos, que el velo del Templo se había rasgado en dos de arriba abajo y que la tierra había temblado, que las piedras se habían partido y que se habían abierto los sepulcros y que muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, habían vuelto a la vida. Y, sobre todo, aún no sabías, María Magdalena, que Jesús había resucitado. ¡Era tan grande tu dolor! ¡Estabas tan turbada y absorbida por la desaparición del cuerpo del Señor que no podías pensar otra cosa. Jesús era todo para ti, por eso, incluso después de muerto, en Él solo pensabas, ahora en su cuerpo sepultado. Y sufrías y llorabas.
Y llorabas quizás, más que por la muerte horrible que había sufrido el Señor; por la ingratitud de tantos que habían recibido sus favores y milagros; por la debilidad de sus discípulos que no habían sabido serle fieles y defenderle; por la crueldad de los judíos que le habían matado, o consentido, en la muerte del Inocente; por el dolor de la Madre de Jesús, te preocupabas y llorabas porque "se habían llevado a tu Señor y no sabías donde le habían puesto". Tu fe aún era débil, tu fe aún no estaba al nivel de la de María Santísima, que no acudió al sepulcro porque sí creyó que Jesús resucitaría al tercer día. Tú, María Magdalena seguías apenada porque no habías podido tener un gesto de generosidad y despedida con el cadáver de tu Señor, porque no sabías donde estaba su cuerpo muerto; demostrando que tu dolor y tu fe se asentaban todavía en afectos muy humanos. Por eso quizá, no te diste cuenta de que eran ángeles quienes hablaban contigo. Y seguías llorando.
Pero algo había que hacer. Por eso, tras decir: se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto, te volviste hacia atrás y viste a Jesús de pie, pero no sabías que era El. Y El te dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Y tú, pensando que aquel hombre que junto a ti estaba era el encargado del huerto, le dijiste: si tú, buen hombre, te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Y fue entonces, ¡misterios del cielo!, cuando Jesús, el predicador de Galilea, el que todo lo hizo bien, con un claro acento divino, pronunció tu nombre: ¡María! Y tú, de inmediato, sin dudarlo, le conociste. Su acento era inconfundible; María, era el nombre con el que te había perdonado; María, el nombre con el que tantas veces te había llamado, que ¡lo hubieras distinguido entre miles de voces!
Y dejaste de llorar, y tus lágrimas se convirtieron en perlas y tu corazón revivió al instante y dejó latir de tristezas; y tus ojos se abrieron como platos; y junto al sonido de tu nombre: María, te llegó la gracia a borbotones que abrió de nuevo tu existencia y se desbordó torrencialmente por tu alma . Y te volviste hacia Él y del corazón desatado se te escapó en hebreo aquella exclamación que lo decía todo: ¡Rabbuni!, ¡Maestro!, ¡Maestro mío! Y te arrojaste a sus pies, llena de una alegría sin límites y de un agradecimiento inenarrable. Una palabra bastó para que cayera la venda de tus ojos; una palabra bastó para que se encendieran mil estrellas en el firmamento de tu vida; una palabra bastó para comprender que aquella escena era toda una revelación.
5.- Un claro encargo divino: “vete y diles”.
Pero aún hubo más. El Señor, Jesús resucitado, te conminó con fuerza: ¡Suéltame!. Ya me verás más tarde, que aún no he subido a mi Padre y sin solución de continuidad, te trasmitió un sublime encargo: Vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y tú, María Magdalena, con alas en los pies, te fuiste a la ciudad y anunciaste a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas. Y desde aquel día, te convertiste en la primera envidada de Jesús, en “la apóstola de los apóstoles”, como les gustaba decir a los antiguos.
Y los apóstoles, ya alertados y a pesar de las cosas que habían sucedido en esa mañana del domingo, aún no estaban convencidos de los hechos, pues todavía no habían visto a Jesús. Tú, María, sí lo habías visto. Por eso, después de estar con los apóstoles y de darles aquel encargo divino, a buen seguro te fuiste a ver a María, la Madre de Jesús y a las otras mujeres y con el rostro resplandeciente de alegría, seguiste anunciando que Jesús vivía y que tú lo habías visto.
Bien se puede asegurar que en aquel día, para ti y para otros muchos, había estallado el sol y la luz se había hecho mar entre ángeles y la alegría había vuelto a crecer tras la figura sencilla de un hortelano; y tras la obscuridad del túnel había aparecido el esplendor del sol, la seguridad y el calor de la fe. La claridad del resucitado lo había envuelto todo: los árboles y las piedras, los polvos de los caminos y las aguas de los ríos; los corazones de piedra y los corazones de carne. Y tu corazón, María Magdalena, muerto para el mundo, había resucitado para el cielo: habías visto de nuevo a Jesús, para siempre ya resucitado.
2.- UN EJEMPLO A SEGUIR
1.- El don de una existencia
Después del estudio reposado y sereno, la reflexión mansa y sosegada sobre el “icono” de mi vida, mi suerte y mi destino: (“vete y diles a mis hermanos … (Jn 20, 1-18), y de haber percibido en vuestras almas abundantes “resonancias” de verdades innegables; importantes “expectativas” de futuro, abiertas a bellas “inquietudes” y prometedoras “prioridades” de acción, escuchad el latido de mi corazón resucitado que os llama a “interpretar vuestro hoy y a identificarnos” conmigo; para ser vosotras, en estos tiempos difíciles,“mujeres seducidas, apasionadas, dispuestas a dar vida por el Señor resucitado”.
2.- La respuesta de una interioridad
Quizás vosotras también, como yo (sigue hablando María Magdalena), hayáis tenido unos inicios negativos, líneas imprecisas de una infancia ya lejana; o ásperos resquemores de una juventud tormentosa y alborotada ya pasada. O quizás, por gracia de Dios, nada de eso haya ocurrido en vuestra historia.
En todo caso, pienso que como yo en otros tiempos, vosotras un día saltasteis por encima de ingenuos respetos humanos y absurdas cobardías y rompiendo en la presencia de Dios el frasco de vuestra interioridad, regasteis con lágrimas sinceras las negaciones reiteradas a las constantes llamadas hechas por el Señor; y, llenas de amor, le entregasteis, de una vez por todas, vuestro corazón indiviso, con entera y total generosidad. Y llegaron a los atentos oídos de vuestra alma, como a los míos, hermosas palabras de perdón y bellos augurios de paz y de consuelo. Y desde aquel día -fijo para siempre en el reloj de vuestra vida-, os decidisteis seguir al Señor por los caminos de una vocación llena de futuro y de esperanza.
Y ante las puertas abiertas de un mundo prometedor, dejándolo todo, nobles amores y riquezas justas, tras una “búsqueda vigilante y esperanzada” seguisteis al Maestro para servirle por los caminos del mundo y seguir construyendo el Reino en esta tierra. Y os decidisteis por el AMOR, con mayúsculas; y salisteis de la “noche de la secularización, la marginación, la pobreza, el vacío existencial;” del miedo y del dolor, de la parálisis caduca, para encontrar llenas de valor y de dicha, “al Dios que se acontece en la historia”; y tras huir de la “noche” del fracaso y del ridículo, encontrar familia, amores y la promesa de la vida eterna; y escapando de la nada y del temor, hallar un espacio al parecer vacío y sin respuestas, pero lleno del Señor Resucitado, del Hijo de Dios, del dueño del mundo y de la historia.
Y como yo, os sentisteis seguras, felices, dichosas. Y como yo dejasteis atrás los días obscuros y llenos de densas nieblas; y las noches interminables repletas de mil dificultades; y los proyectos cargados de fríos pesimismos; y las jornadas rutinarias enlosadas de viejas defecciones; y los sueños atiborrados de pensamientos ilusorios. Sólo una cosa bastaba: la presencia del Resucitado.
3.- Luces nuevas en el camino
Y comenzaron a brillar en vuestras vidas luces nuevas, y se abrieron nuevas posibilidades a vuestros sueños, y vuestros ojos descubrieron nuevas presencias a vuestro alrededor; y la muerte se hizo vida; y el duro trabajo de cada día tarea amable y fructuosa; y vuestra oración pasó de un seco y aburrido monólogo, a un apasionado dialogo insaciable; y vuestra jornada de un frío cumplimiento de fijos deberes, “a una vida comprometida y arriesgada”.
Y además, como yo, tras “la experiencia del encuentro con el Señor Resucitado”, y la gracia que lo “transforma e invade” todo; tras el saludo de “Jesús que sale a vuestro encuentro”, entendisteis con claridad el divino mandato del Señor que con insistencia os dice, como a mi: “Ve y diles” a mis hermanos que he subido a mi Padre, a mi Dios, a vuestro Dios y a vuestro Padre.
Y fue así, como de inmediato, os convertisteis en testigos fieles “de lo visto y oído”; y comenzasteis a proclamar por doquier a todos los hombres, empujadas por alas de ángeles, la Buena Nueva de la salvación. Y, desde aquel momento inolvidable, no habéis dejado, como yo, de pregonar por los caminos más diversos de la tierra que la muerte es ya vencida, que los viejos “complejos, cansancios, miedos, egoísmos” no tienen sitio en quienes están llamados a vivir la condición de hijos de Dios, que la tristeza y la amargura no tienen cabida en quienes han comenzado a ser hermanos del Señor Resucitado.
4.- Una vida ofrecida al Señor Resucitado
Y desde entonces también, como yo, más que emplear el tiempo en la búsqueda inquieta y dolorida del cuerpo muerto del Señor, gastad vuestras fuerzas en buscar a Cristo vivo, resucitado. De forma que la búsqueda del Señor deje de ser preocupación temerosa para transformarse en ocupación alegre y sincera. Y el seguir al Maestro más que rémora que detiene, sea compromiso serio para dar a conocer al Cristo Resucitado.
Hoy, como ayer, la Iglesia, el mundo necesita mujeres que sean voceros de la resurrección, que sean evangelizadoras convencidas, que sean auténticos “testigos del Resucitado”; mujeres que tras el encuentro con el Señor y después de escuchar su voz, estén dispuestas a anunciar al mundo que Cristo vive.
La resurrección no podemos guardarla en el baúl de los recuerdos, sino, como María Magdalena, anunciarla a los cuatro vientos de manera que muchos otros hombres y mujeres se conviertan en apóstoles convencidos del Reino de Cristo.
Otra vez el corazón resucitado de María Magdalena recibe el encargo de Jesús: Vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y otra vez María Magdalena, con alas en los pies, acude a la ciudad y anuncia a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.
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